Hace veinticinco años, cuando más se hablaba del triunfo del libro electrónico sobre el libro de papel, cuando más se repetía que la gente del siglo XXI, entre los cientos de canales de televisión y los miles de páginas de internet, cada día iba a leer menos, apareció una novela con un mundo adentro que llevaba el título de Harry Potter y la piedra filosofal. Su autora, la británica J. K. Rowling, tuvo en 1990 la idea de contar la vida de aquel huérfano en un colegio de magos, pero tuvo que vivir una serie de duelos devastadores, desde la muerte de su madre hasta un divorcio brutal, para comprender los dramas de sus personajes y sentarse a escribirlos uno a uno.
Pensó y escribió el comienzo de la serie de siete novelas en ciertos cafés de Edimburgo porque su bebé se calmaba siempre que salían a pasear. Su primer manuscrito era brillante –ni más ni menos que una recreación de los principales mitos humanos trasladados a una escuela de magia y hechicería que solo podía darse entre ingleses–, pero fue rechazado por una docena de editoriales. Desde que un par de sellos corrieron el riesgo de publicarla, Bloomsbury en la Inglaterra de 1997 y Schoolastic en los Estados Unidos de 1998, su éxito entre los lectores y entre los especialistas fue abrumador. Pronto fue claro que se trataba de un fenómeno. No paraban de llegar los premios. Cada episodio era más popular que el anterior.
¿Por qué la serie de Harry Potter ha vendido cerca de 500 millones de ejemplares de sus siete tomos, ha sido traducida a más de 65 idiomas y ha dado lugar a una saga cinematográfica que ha recaudado unos ocho mil millones de dólares en el mundo? ¿Por qué sigue siendo así de relevante, así de amada, veinticinco años después? Se trata de un relato milagroso lleno de personajes maravillosos e irrepetibles. Y es un llamado mítico, lleno de humor, a un mundo plural que venza el despotismo. Pero basta asomarse a sus páginas para entender de inmediato semejante fascinación.
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