Cada vez es más evidente que el país enfrenta una crisis silenciosa pero profunda en su sistema de financiamiento de la educación superior. La reciente decisión del Icetex de eliminar el subsidio a la tasa de interés –que impacta a 156.000 estudiantes– no es un hecho menor. Es la lamentable concreción de una política que hoy por hoy prioriza la ideología por encima de un derecho fundamental y da pie a un triste retroceso.
La magnitud es alarmante: de más de 50.000 créditos otorgados en 2024 se pasó a apenas 10.000 para este año, una caída del 80 % que priva de oportunidades a los estudiantes más vulnerables. Así las cosas, no resulta suficiente hablar de una “compleja situación fiscal” si esa excusa no se traduce en un plan coherente que garantice el cumplimiento de promesas de gratuidad y cobertura. Más grave aún, la propuesta de convertir al Icetex en un banco de primer piso –la llamada ‘Banca del saber’– ha sido ampliamente cuestionada por expertos: carece de infraestructura y podría excluir recursos públicos claves de la educación.
Lo esencial no es solo la respuesta coyuntural, sino la reconstrucción de una política para la educación superior con equidad y sostenibilidad.
Dicho lo anterior, las universidades privadas no se han entregado a la catástrofe. Frente a la emergencia, han creado esquemas propios de financiación como el Fondo Futuro en Medellín o líneas a 0 % de interés con apoyo de entidades como Educación Estrella. Son gestos que bien podrían llamarse de resiliencia institucional, pero se trata de servicios que el Estado, en condiciones normales, debería proveer con financiación pública segura.
Hay que decir también que existen iniciativas loables a nivel regional. Es el caso de Bogotá, ya destacado en estos renglones, donde la Agencia Distrital para la Educación Superior, la Ciencia y la Tecnología –Atenea– ha abierto una convocatoria que ofrecerá hasta 9.000 becas completas para jóvenes de estratos 1, 2 y 3 que quieran formarse como técnicos profesionales o tecnólogos. Con todo, lo esencial aquí no es solo la respuesta coyuntural, sino la reconstrucción de una política educativa con equidad, una que, además de fortalecer la universidad pública, combine becas y créditos asequibles para ingresar a la universidad privada y, además, promueva herramientas para la permanencia estudiantil y estímulos a la empleabilidad. No es aceptable que solo existan alternativas privadas o locales para quienes pueden pagarlas o viven en ciertas ciudades.
Urge, además, que el Gobierno reconozca el esfuerzo de las universidades y se comprometa formalmente con un pacto por la educación superior. Este debería incluir giros oportunos al Icetex, financiamiento adecuado a las instituciones y reglas claras para mejorar las condiciones de los jóvenes de estratos bajos. Sin esto, ninguna promesa de expansión –como la creación de 500.000 cupos– tendrá respaldo real. Aquí, de nuevo, estamos ante un panorama en el que lo que era susceptible de mejorar es desarticulado y en cambio solo se encuentran narrativas, mas poco o nada de hechos o acciones.
El debate no es entre público y privado: es entre garantizar derechos o excluir ciudadanos. Si seguimos por este camino, estaremos hipotecando el futuro de miles de jóvenes y desdibujando la promesa de una educación superior igualitaria y gratuita. Y ese no es el legado que este gobierno –ni ningún otro– debería aspirar a dejar.