En pocos días se hicieron públicas las decisiones de dos compañías petroleras –Emerald Energy y ExxonMobil– de suspender sus operaciones en territorio colombiano. En el caso de la primera, la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH) le dio la vía libre para salir del Caquetá y solo quedarse con un bloque activo de los cinco que tenía. Con respecto a ExxonMobil, la determinación fue tanto el retiro de la operación conjunta del bloque VMM-37 como la renuncia al contrato firmado con la ANH a partir de mayo próximo.
Mientras que la partida de Emerald es la inevitable consecuencia de la toma violenta que sufrió su campo Capella, en San Vicente del Caguán, a principios de marzo pasado. El deterioro de la conflictividad social con las comunidades vecinas, alertada en 11 cartas de la empresa al Gobierno Nacional desde diciembre, desembocó en la quema de las instalaciones, el secuestro de 78 policías y seis trabajadores, además de la trágica muerte de un uniformado y un campesino.
La renuncia de ExxonMobil, por su parte, responde más al incierto escenario que enfrentan los proyectos de yacimientos no convencionales. De esta forma, dos factores de riesgo de la industria petrolera para 2023, la conflictividad con las comunidades y la incertidumbre en las reglas del juego, se materializan en decisiones negativas de las empresas.
En el caso de Emerald, su salida trae una pérdida tangible de los recursos de regalías para San Vicente del Caguán y Caquetá.
En el caso específico de Emerald, se traduce en una pérdida tangible de los recursos de regalías para San Vicente del Caguán y Caquetá –156 y 625 millones de pesos al día–. Además, la salida de la compañía petrolera terminará impactando la generación de empleo local, la contratación de bienes y servicios producidos regionalmente y las inversiones privadas. Estos son los negativos resultados a los que lleva elevar de forma irresponsable el tono de la conflictividad entre las comunidades vecinas y los proyectos de hidrocarburos.
Por si fuera poco, la actividad de los grupos criminales contra los oleoductos sigue recrudeciéndose. Un reciente reporte de Cenit, filial de Ecopetrol dedicada al transporte de hidrocarburos, contabilizó, tan solo en el primer trimestre del año, ocho ataques contra esta infraestructura estratégica. Con estas acciones se está atentando contra la seguridad energética del país.
Toda esta combinación de factores –los daños a la infraestructura, los conflictos sociales y una menor inversión privada– conduciría a una caída de la producción de crudo colombiano en 2023. Según la Cámara Colombiana de Bienes y Servicios al Petróleo (Campetrol), la reducción podría estar en los niveles del 7 %, bajando a unos 700.000 barriles diarios en promedio. Un escenario que, sumado al choque por la sobrecarga tributaria y la incertidumbre sobre el rol de la exploración petrolera y de gas en la transición energética, ratifica las complejas perspectivas de una industria clave para el progreso y las finanzas públicas. Se requiere, por lo tanto, que el Gobierno diseñe una estrategia enfocada en mejorar las condiciones de seguridad de las empresas del sector. La directriz gubernamental que avaló los contratos de explotación vigentes no será suficiente sin la existencia de esfuerzos que les den todas las garantías que sean necesarias para su operación.
EDITORIAL