Es realmente inhumano lo que están viviendo los 18 exmilitares colombianos detenidos en Haití después de los hechos que terminaron en el asesinato del presidente de ese país, Jovenel Moïse.
Ciertos matices que ha adquirido el asunto obligan a recordar que más allá de cuál haya sido su participación en este macabro hecho, que merecerá siempre una condena severa, la dignidad humana de estas personas es inalienable. Una cosa es la necesidad de que se haga justicia, de que se establezca cuál fue su actuación en este episodio y de que sean castigados de ser hallados culpables, y otra es mirar para otro lado a la hora de enfrentarse a lo que parece un hecho: que en la situación en la que se encuentran actualmente, en un país sumido en una profunda crisis institucional, no solo es casi una utopía pensar que tendrán derecho, como cualquier ser humano, a un juicio justo, sino que su misma supervivencia está seriamente comprometida. Bien sea por las condiciones de reclusión o por el riesgo de que se concrete alguna de las amenazas en su contra.
A través de la Defensoría del Pueblo, el Gobierno colombiano ha intentado interceder. Las gestiones han permitido la visita de una comisión y, al parecer, que los cuerpos de los muertos aquella noche del ataque al presidente Jovenel Moïse puedan ser repatriados. Pero falta ir más allá, dado lo dramático del día a día de los que permanecen detenidos, sin garantía alguna y sometidos a los más crueles vejámenes.
Ojalá que el pedido de esta entidad para que intervengan la OEA y la Corte Interamericana de Derechos Humanos a fin de que a los exmilitares se les respeten los derechos fundamentales y en el corto plazo sean juzgados por un tribunal independiente sea un asunto prioritario de la diplomacia colombiana y se entienda que proteger la vida de estos hombres es tan importante como esclarecer este triste episodio y garantizar que los responsables materiales e intelectuales sean condenados. El reloj corre en contra.
EDITORIAL