El pasado jueves, Panam Sports confirmó en su sitio web que había comenzado el proceso para elegir la sede de los Juegos Panamericanos 2027, que originalmente le habían sido otorgados a Barranquilla.
Con el comunicado de la entidad organizadora de este importante evento continental se pone doloroso punto final a una historia que, sin duda, dejará huella en la memoria colectiva de la nación. Tal vez, por qué no, al mismo nivel que la también frustrada posibilidad de haber albergado la Copa Mundial de Fútbol de 1986.
Una vez se cerró definitivamente la puerta, vinieron las reacciones. El Gobierno del presidente Gustavo Petro, en una salida desconcertante, responsabilizó al de su antecesor, Iván Duque, quien, a través del exdirector del Dapre Víctor Muñoz, salió a defenderse.
Tal y como ocurrió en 1986, se habló de destinar los recursos a inversión social, incluidos unos juegos intercolegiados, mientras la Contraloría anunció el viernes que investigará si hubo detrimento. Pocos adeptos, pues ni pies ni cabeza tiene, tuvo la narrativa presidencial sobre una suerte de confabulación para quitarle la sede a Barranquilla y dársela a Asunción.
Concretado el fracaso –que, como se había dicho previamente en este espacio, tenía pocas esperanzas–, queda esperar que por lo menos hayan quedado lecciones. Ya no vale la pena recordar todo lo que se perdió, sino hacer votos para que de haber una próxima oportunidad, las instancias, procesos y la capacidad para gerenciar e impulsar una iniciativa de este tamaño estén a la altura del compromiso adquirido. Esta vez, como ya se dijo, se dio una sucesión de hechos entre impresentables y rocambolescos, una clara falta de liderazgo frente a la cual es necesario sentar un precedente.
Es hora, entonces, de que el Gobierno envíe un mensaje. La cartera a cargo de los Juegos era la del Deporte y el fracaso fue rotundo y sin atenuantes. Una virtud del ejercicio del poder es enviar una señal oportuna sobre el costo que tiene no estar a la altura de las exigencias propias de un cargo.
EDITORIAL