En un mundo cada vez más hiperconectado y sobreestimulado, en el cual los niños y jóvenes pasan un promedio de más de 7 horas diarias frente a pantallas, según la American Academy of Pediatrics, debemos cuestionarnos, sacudirnos, recordar y valorar el poder de la educación al aire libre, sin tecnología, sin asientos y sin paredes. El barro, el agua, las caminatas, el sol, el movimiento y las conversaciones cara a cara se deben retomar en espacios más libres, más experienciales y menos teóricos.
Y no se trata solo de una intuición romántica. Numerosos estudios respaldan que el o con la naturaleza no solo mejora el bienestar emocional, sino también el rendimiento cognitivo, físico y mental, lo cual conlleva a una mejor competencia académica y a mejores relaciones sociales con pares, con menores y con adultos. Investigaciones del Children & Nature Network, por ejemplo, han demostrado que los entornos naturales mejoran la concentración, reducen el estrés y estimulan la creatividad. Por su parte, un estudio publicado en Frontiers in Psychology halló que los niños que aprenden en contextos al aire libre muestran mejoras en sus habilidades sociales y en la retención del conocimiento.
Un artículo de Nature Conservancy publicado justo después de la pandemia indica cómo jugar con la tierra ha demostrado reducir los niveles de ansiedad y estrés en los niños.
“Introducir a los niños a diferentes entornos naturales puede ayudarles a pensar más allá de su entorno inmediato y a construir perspectivas completas. El aprendizaje y la educación basados en la naturaleza mejoran el rendimiento académico y el pensamiento crítico de los niños”.
Pero, lastimosamente, aun cuando esto lo sabemos, las generaciones actuales pasan menos tiempo al aire libre que todas las anteriores, desaprovechando una niñez rica en experiencias que los llenan de habilidades para la vida. Además, al perder el o con la tierra, el agua, la vegetación y los animales, los aleja de la conciencia ambiental y de la oportunidad que tienen en sus manos de solucionar problemáticas reales del mundo de hoy. Si solo se quedan en sus tabletas y en sus celulares, entretenidos en los juegos y series de ficción, se pierden de la maravilla de entender el mundo en el que viven y de valorar sus fenómenos y recursos naturales.
Entender de dónde venimos, de dónde vienen nuestros alimentos, lo preciada que es el agua y el peligro en el que se encuentran algunas especies les debería parecer fascinante. Si no, ¿quién va a resolver los problemas que tenemos en la tierra? ¿La inteligencia artificial? Lo dudo. ¿Cómo puede ser más interesante jugar un videojuego que entender el mundo de las hormigas? No hay que vivir en una finca. En cualquier parque, jardín o zona verde de los colegios de la ciudad hay naturaleza para explorar. Solo basta tener disposición y creatividad para indagar y desarrollar el pensamiento crítico.
Tampoco hay que ir muy lejos para entender el campo. Si encontramos un pequeño espacio para hacer una huerta, los niños y jóvenes pueden empatizar con un oficio tan abandonado y mal remunerado como es el del campo, además de aprender de los ciclos de la naturaleza, de sostenibilidad y de hábitos saludables.
Los colegios y las casas debemos hacer un esfuerzo para sacar a los estudiantes de las paredes que los rodean. Sacarlos del Wi-Fi y mostrarles que el mundo real y poderoso está ahí afuera. A través del senderismo, podemos hacer introducción a la física: ¿qué fuerzas están en acción cuando subimos o bajamos una pendiente?, ¿cuál es la diferencia entre movimiento uniforme y movimiento acelerado? Y si queremos enseñar cómo se calcula la velocidad, podemos salir y lanzar una pelota y observar su trayectoria. Claro, es más fácil tener a nuestros hijos sentados y “seguros” aparentemente en nuestra casa mientras están conectados, o tener a nuestros estudiantes mirando al frente, tomando notas en su cuaderno. Pero estoy segura de que ningún papá o mamá y ningún colegio quiere a un robot que memoriza y toma nota. Queremos niños y jóvenes despiertos, curiosos, pensadores, innovadores. Y es solo el aprendizaje en acción el que lo puede lograr.
Las vacaciones son también una grandiosa oportunidad para ayudar a nuestros hijos y estudiantes a aprender de manera diferente. Yo sé que necesitan descansar de madrugar y de tantas rutinas, y que necesitan flexibilizarse un poco. Pero eso no quiere decir que debamos parar de estimularlos. Dejarlos en la casa “seguros” mientras descansan con sus pantallas no debería ser una opción, ni siquiera por un día. No desaprovechemos la oportunidad de que nuestros hijos se conecten con el aire libre y la naturaleza como antídoto a la saturación tecnológica y académica.
No desaprovechemos la oportunidad de que nuestros hijos se conecten con el aire libre y la naturaleza como antídoto a la saturación tecnológica y académica.
Lejos de los escritorios y los exámenes, y de los rótulos que la educación estandarizada tiende a poner a los estudiantes (disruptivo, conflictivo, desobediente), invitemos a los niños y jóvenes estas vacaciones a que descubran en libertad otro tipo de aprendizaje. Por ejemplo, el que surge cuando deben resolver un conflicto con un amigo o un primo para poder armar una carpa, o cuando asumen el liderazgo de su grupo en una actividad de senderismo, o cuando deben tomar una decisión sobre cuál es la mejor manera de pasar un río, o cuando se ven enfrentados a superar el miedo a los animales cuando alguno se les acerca.
Esto conecta con lo que señala la Wallace Foundation: los programas de aprendizaje durante las vacaciones de fin de año escolar tienen un impacto positivo comprobado, especialmente en niños de bajo rendimiento escolar. En estos entornos se desarrollan habilidades cruciales como la toma de decisiones, la resolución de conflictos, la autogestión y el trabajo en equipo, aspectos muchas veces relegados en los currículos tradicionales.
Al final, la mayor cantidad de exposición a la naturaleza que podamos ofrecerles a los niños y jóvenes les enseñará algo que ningún libro, videojuego o serie de Netflix puede enseñar ni transmitir del todo: la experiencia de ser parte del mundo real, de ensuciarse las manos, de escuchar sin interrupciones y de descubrir —en medio del bosque, bajo las estrellas— que todos pueden brillar, si les damos el espacio.