
Adultos mayores: sus historias y leyendas sobre animales en Colombia

El Tiempo e Historias en
Yo Mayor te invitan a recorrer Colombia a través de los relatos y las memorias de quienes nos vieron crecer. Su creatividad no entra en cuarentena.

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no entra en cuarentena.

Los animales, desde tiempos inmemorables, nos han servido de compañía y sustento; algunos son referentes de nuestros miedos y fobias, otros han sido fuentes de inspiración de leyendas y fábulas que nos ayudan a comprender mejor el mundo y a nosotros mismos.
Los siguientes testimonios, recopilados por la Escuela Virtual de Historias en Yo Mayor, van desde lo tradicional y regional a lo anecdótico, mostrando una peligrosa serpiente del Amazonas, un chivo boyacense y la sorprendente lista de animales que Noé habría de incluir en su arca.
Disfrute de estas historias narradas por personas mayores llenas de escamas, colmillos, pelos, cachos y patas.


POR: MIRTHA DÍAZ
Cuenta la leyenda que Rogelio, avezado jornalero de la finca El Cimarrón, ubicada en una gran extensión de terreno en Los Llanos colombianos, era un hombre de mediana edad, fuerte, buen jinete y domador de caballos. Tan pronto arriaba el ganado por los pastizales o hacía los corrales, ayudaba a arar esa tierra fértil y agradecida donde sembraban grandes parcelas de palma africana, plátano, yuca y frutales como papaya, mango y piña.
Don Julio Castro, dueño de la finca y, por ende, de una gran fortuna, le tenía mucho aprecio a Rogelio por ser un gran trabajador, fuerte y honrado y porque llevaba muchos años trabajando en su propiedad, casi desde que era un adolescente, ayudando en todo lo que se iba ofreciendo.
Por eso, hacía unos diez años, cuando Rogelio le contó que se iba a casar con la Cecilia y que quería que él y su señora fueran sus padrinos de bodas, aceptó con mucho gusto y le dijo que de regalo le iba a dar un terrenito, allá abajo, cerca de la quebrada para que construyera su rancho y sembrara algunas cositas.
Rogelio brincaba de felicidad, se veía “más contento que marrano estrenando lazo”, y como solo faltaban tres meses para el casorio, puso manos a la obra. Ayudado por sus hermanos y algunos amigos, construyó, entre los domingos y los ratos libres que le dejaba el trabajo, su casita como la quería, “con la habitación pa’ ellos dos y otra grande pa’ cuando llegaran los chinos, una salita con su comedor y la cocina de carbón con buitrón pa’ que la Cecilia cocinara bien güeno. El baño ajuera de la casa, porque era un pozo séptico y pa’ bañarse y lavar la ropa, pues ahí taba la quebra’a”.
Así que cuando se casaron, se fueron a vivir a su ranchito y, al año, llegó el primer hijo y luego otro y, finalmente, haría seis años, su Marianita, la niña de sus ojos.
Así transcurría su vida, entre el trabajo en la finca y en su parcelita de yuca y plátano. Un sábado le dijo a su mujer:
—Mija, voy a cazar un chigüiro al monte pa’ que hagamos un asa’o mañana.
Diciendo esto, cogió su machete y subió por el caminito hasta perderse de vista.
Llegó hasta el río que alimentaba la quebrada cercana a su casa y empezó a caminar entre el ramaje y la orilla en busca del animal, creyó ver cerca a unas piedras lo que parecía el excremento, un mojón seco y de forma oval; al agacharse para corroborarlo, resbaló, cosa de medio metro, pero, al agarrarse del rastrojo para no caer más, sintió un dolor insoportable como de un fuerte lancetazo en su mano izquierda. Logró ponerse de pie a tiempo para ver y oír el cascabel de la serpiente que acababa de morderlo y que huía con gran rapidez.
Sabía que el veneno era mortal, que no disponía de mucho tiempo antes de que circulara por su cuerpo y, sin pensarlo dos veces, colocó su mano sobre una piedra, separó su dedo índice, el que había sido mordido por la serpiente, y de un solo tajo se lo cortó.
Con el machete al cinto y haciendo gran presión con su mano derecha y su pañuelo sobre la herida, echó a correr por el camino hasta llegar a su rancho, mareado por la pérdida de sangre y la angustia. Alcanzó a decirle a su esposa que una cascabel lo había mordido y perdió el conocimiento.
Su hijo mayor salió gritando por ayuda, y unos peones que estaban cerca corrieron a donde su amigo y otros le avisaron al patrón quien, con la ayuda de todos, lo subió a la camioneta. Salieron con él y Cecilia, a toda velocidad hacia el pueblo.
Cuando Rogelio despertó notó que se encontraba en el hospital, el doctor le informó que estaba fuera de peligro, su rápida acción lo había salvado. Ya le habían colocado el suero antiofídico, la vacuna contra el tétano y también suturado el muñón de su índice izquierdo, para detener la hemorragia.
—Es usted un hombre fuerte, Rogelio, ahora tiene que alimentarse bien, tomar unos antibióticos que le voy a formular, reposar y volver en diez días para retirarle los puntos.
Cuando volvió al hospital, el doctor lo encontró muy recuperado, le quitó los puntos de la herida y lo dio de alta.
El sábado en que cumplía quince días del accidente, tomó su escopeta y, sin decirle nada a nadie, echó a andar por el camino arriba; cuando llegó cerca a las piedras se movió con cuidado, lentamente… escudriñó el terreno y la vio, enroscada y quieta. Entonces cogió la escopeta, apuntó y le disparó certeramente a la cabeza.
Satisfecho por haber acabado con esa “alimaña”, como él le decía, iba a cogerla para llevarla a mostrar como un trofeo, cuando vio su dedo sobre la piedra, hinchado como una morcilla. Se le ocurrió coger un pequeño palito y chuzarlo a ver qué pasaba y, entonces, aquel dedo explotó y el veneno que contenía llegó directo a los ojos de Rogelio, causándole la muerte en pocos minutos.
Esa tarde, cuando lo encontraron, estaban juntos los dos cadáveres y entendieron que la curiosidad lo había matado…




POR: Fidel Eslava
Fue condenado a muerte por mi madre. Se llamaba Domiciano y hacía parte de nuestra familia, como las gallinas, las ovejas y todo animal de nuestra finca, que jugara con nosotros. Cuando mi madre tomaba una decisión, como esa, se cumplía el domingo de madrugada o el sábado por la tarde. Era hijo de la cabra pintada, la que se ganó ese nombre por tener pintas negras y blancas. Si el cabro Domiciano hubiera sido de otro color, hubiera vivido, lo que todo cabro: cuatro meses más los diez que ya tenía, pero era negro azabache y esto lo condenó a muerte anticipada. Era tan perfecto su color que de noche quedaba revuelto con la oscuridad y se nos perdía aun estando junto a nosotros. Lo acostumbramos desde bebé a recibir sorbos de nuestro plato y, a medida que fue creciendo, le fuimos enseñando a jugar: subir a la piedra y saltar, mover las manos como rajando leña, apostábamos carreras y nos acompañaba a hacer los mandados. Domiciano llegó a ser el cabro más inteligente de todos los que tuvimos, pero era cabro y su destino, cuando fuera adulto, cuando alcanzara el máximo peso, era ser vendido en libras de carne.
Mi madre se había quedado viuda a los veintisiete y, para hacer de madre y padre, debió agregar a los oficios de mujer que ya sabía, los saberes de mi padre que nos proveían el sustento. Mi padre era, entre muchas cosas, matarife, eso era comprador de ovejas vivas para matarlas y vender la carne, repetir el ejercicio, una cada domingo. Al fallecer mi padre, mi madre heredó ese oficio de hombre y esa clientela que compraba carne. A ella le daba miedo enterrar el cuchillo, le pagaba a mi tío con parte de la sangre del mismo animal, el oficio de degollarlo. Era así la costumbre en la región. Estaba establecido que los niños, a partir de siete años, ayudaran a matar las ovejas o cabras teniéndolas de las patas, mientras se les ejecutaba como a muchos condenados de casi toda la historia humana. Nosotros no éramos cuerpos gloriosos y cuando lo de Domiciano ya llevábamos más de dos años ayudando al oficio de matar ovejas y cabras. De eso me daban pesadillas que me duraron toda la vida. Con Domiciano ya nos nació un compromiso de salvarlo.
En el patio de cada casa había una piedra laja para ese ejercicio: se encerraban los niños menores de siete años para que no se enfermaran de ver. Nosotros teníamos la oveja o cabra, mi tío cortaba el cuello al pobre animal y ese día comíamos un banquete de asadura. A Domiciano le faltaban cuatro meses para alcanzar el rendimiento de todo cabro de ceba, pero una vecina que tenía un hijo toca’o de dijunto se fijó en él y vino a nuestra casa a precipitar la muerte de nuestro compañero de juegos.
—Mana Lucía, vengo a pedirle un favor.
—¿Qué será?
—Como lo ve, mi hijo está toca’o de dijunto: no gatió, ni intenta caminar, mírele ese color tan amarillo. Está todo engalicao, más muerto que vivo.
—¿Y qué puedo hacer?
—Resulta que el único remedio es meter a mi crío una hora dentro del estómago de un chivo negro para que se le salga el frío del muerto que le pegaron y no hay en la vereda ningún otro chivo tan negro como este. Está que ni manda’o por mi Dios para el remedio.
Mi madre, que revolvía mucho los negocios con las obras de caridad, titubeó un poquito por lo de sacarle al animal todo el provecho en carne. Terminó dándole el sí y acordaron ese sábado, en la tarde, el sacrificio de Domiciano para hacer la obra de caridad y vender la carne. Dos pájaros de un tiro.
Enterados de la fatalidad, los tres hijos de mi madre echamos a andar el plan de esconder a Domiciano donde no lo encontraran por lo menos ese sábado. Había muchos lugares de cuevas y matorrales que servían para el propósito; a esos lugares huían los animales remonta’os, los que recordaban su lejana vida silvestre y huían de las manadas. Escogimos a “Los sitios” por ser el mejor escondite para un cabro negro y allá lo llevó mi hermano a escondidas de mi madre, mientras nosotros hicimos cosas para distraer. Allá se quedó el cabro: contamos con el favor de una cabra enamorada que lo retuvo. Llegó la hora de la ejecución y mi madre mandó a traer a Domiciano de donde ya no estaba. Ayudamos a buscarlo en muchos lugares cuidando de no buscar en donde estaba. Agotamos cuatro horas de la tarde y llegó la noche cómplice de nuestro plan. Ya era tarde para matar al cabro esa semana, solo se vendía carne el domingo en la mañana, el cuchillo se quedó afilado, las ollas de recoger la sangre listas, con los crespos hechos todos y mi madre debería disculparse con la vecina del toca’o de dijunto.
Solo aplazamos la condena ocho días, mi madre entró en sospechas, aplicó su autoridad y fuimos por Domiciano para traerlo a la finca, gracias a Dios no se lo habían robado. Pasamos la última semana jugando con el Domiciano sin poder decirle que eran los últimos juegos. Llegó ese viernes y mi madre amarró el cabro cerca a la casa y asignó responsabilidades de cuidarlo. La vecina estuvo muy puntual ese sábado a las tres de la tarde con su crío que no daba señales de vida, dormía un sueño de enfermo grave. Maniamos a Domiciano y cada uno de nosotros lo agarró de una pata mientras mi tío hizo lo que tocaba. Nosotros cerramos los ojos y volteamos la cara pa’ otro lado, pero teníamos oídos.
Había que hacerlo rápido para no perder ese último calor que guarda el animal. Se separó el vientre, lo apoyaron en un canasto, hicieron la abertura de meter al niño, entre el mar de excremento caliente que era yerba molida en plena digestión, dejando por fuera solo su nariz para que respirara y entre la madre y otra mujer lo sujetaron durante más de una hora para que recibiera todos los medicinales secretos. En otro lado de la casa, mi tío siguió el proceso de la carne limpia. El cabro, por ser negro, tenía más fuerte el calor de cabro, que es su medicina, es un vaho que hace sudar y arranca todo mal que tenga un cuerpo que sea sumergido entre los jugos gástricos de ese vientre. Cumplido el tiempo del remedio, sacaron al niño y lo sumergieron entre una vasija grande llena de leche tibia aromada de yerbabuena recién cortada. El niño entró en un sueño que, dicen, duró toda la noche, al otro día ya tenía otro color. Fue asombroso verlo cómo empezó a caminar, a crecer hasta no quedarle rastro de lo cerca que estuvo de la muerte.
Los tres hijos de mi madre, bandidos del amor en potencia, antes huérfanos de padre y de muchos animales que nos acompañaban y después pasaban por la piedra de degollar, quedamos huérfanos de Domiciano y soñando pesadillas.


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Este especial multimedia es el resultado de la Escuela Virtual de ‘Historias en Yo Mayor’, un proyecto organizado por la Fundación Saldarriaga Concha y la Fundación Fahrenheit 451, en alianza con el periódico EL TIEMPO, que les da herramientas a las personas mayores y a sus familias para que, a través de la construcción de historias, encuentren un canal de esparcimiento que enriquezca su calidad de vida en tiempos de pandemia.
Textos y videos: © Autores varios
Coordinación editorial, compilación y selección: Javier Osuna, Sergio Gama y Mauricio Díaz
Producción y edición de Pódcast: Angélica Castellanos
Producción y edición de Radiocuentos: Alejandro Quintero
Imágenes de archivo: Proyecto Historias en Yo Mayor
Diseño digital: Daniel Celis y Katherine Orjuela
Ilustraciones: Daniel Celis
Maquetación: Carlos Bustos
Jefe de diseño: Sandra Rojas
Editor de especiales multimedia: José Alberto Mojica
Periodista de especiales multimedia: Diana Ravelo
Editor gráfico: Beiman Pinilla
Textos y videos: © Autores varios
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compilación y selección:
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Editor de especiales multimedia:
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Periodista de especiales multimedia:
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