Todo país es una parábola del mundo: una puesta en escena en la que se ven a las claras las glorias y las miserias del experimento humano. Contar a Colombia es importante para la especie porque este es el relato de una nación que durante un par de siglos, a fuerza de proponerle e imponerle una unidad de extremistas a su diversidad, no solo ha dado con su propia clase de violencia entre una geografía que merecía mejor suerte, sino que, salvo ciertos períodos de honrosa tregua, ha sido una fábrica de personas a avasallar, a vencer. Digo esto que digo, resignado, por lo pronto, a que esta columna sea la continuación de la anterior, porque el ministro de Defensa ha cometido la barbarie de llamar enemiga a la República Islámica de Irán, pero también porque el Presidente, que ha gobernado este lugar como si fuera su adversario, lo ha corregido con la frase "Colombia no usa la palabra 'enemigo' para hablar de otras naciones".
Este es el ministro de Defensa que hace seis meses nomás, luego de montar el ciberataque pedagógico que no le explicó bien a nadie, o sea, luego de inventar una noticia falsa contra las noticias falsas mientras contábamos desaparecidos, juró al planeta que un estallido social que no necesitaba mentores estaba siendo azuzado en las redes "desde Rusia": "Tales acusaciones serias contra nuestro país, que consideramos totalmente infundadas y no respaldadas por pruebas concretas algunas, no contribuyen de ninguna manera al desarrollo de las relaciones tradicionalmente amistosas entre las dos naciones", dijo la Embajada de Rusia en Colombia. Y sí, ahora ese mismo ministro le ha dicho a su colega de Israel, por caerle mejor, que Irán es un "enemigo en común". Y el embajador de la República Islámica se ha visto forzado a recordar que "la destrucción de esta relación no beneficia a los pueblos de los dos países".
El papel de esta presidencia en el relato de Colombia ha sido el de malograr en el empeño de devolvernos a aquella “unidad” arbitraria que ha dado tantas almas en pena.
Tanto la de Rusia como la de Irán, tanto la de los eslavos como la de los persas que vieron el auge y la caída de los imperios, son historias claves para entender los modos del hombre en la Tierra. Habría que escucharlas con pasión por lo humano. Pero "pensar antes de hablar" no es propio de este gobierno descoordinado. Su presidente ha salido esta vez a decir que Colombia, la esquina del planeta que ha dado eufemismos tan crueles como "homicidio colectivo" o "falso positivo" o "migrante interno", no usa la palabra "enemigo" para hablar de otras naciones, pero ha sido política suya y solamente suya –el colmo de alguien que ha parecido un títere es no serlo– romper los diálogos que podían evitar los infiernos en las fronteras, castigar a todo un pueblo contándole las horas infinitas a su déspota, callar y callar mientras ciertas figuras de su partido le hacían campaña al fin de la democracia gringa.
Y al mismo tiempo, de tanto llamar "ese señor" a todo aquel que se atreva a parodiarlo, le ha dado su propio aire a la cultura de la enemistad de este país: no a la izquierda, no a Santos, no a la JEP, no a la crítica, no al activismo, no a la burla, no al sí.
Yo no tengo ningún problema con la fe del Presidente: pienso, de hecho, que desmontar la idea de que la derecha es la dueña de asuntos tan vitales como Dios o la familia es una tarea pendiente de los demócratas. Pero cuando leí que Duque había pedido en el Muro de los Lamentos, en Jerusalén, por la #PazConLegalidad –no por la paz en general, no, no por la paz del Gobierno pasado, sino por la paz del suyo–, me pareció claro que hemos sido más fundamentalistas que religiosos y que el papel de esta presidencia en el relato de Colombia ha sido el de malograr en el empeño de devolvernos a aquella "unidad" arbitraria –aquella maquila de enemigos– que ha dado tantas almas en pena.
RICARDO SILVA ROMERO
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