Más que revolucionario, este es un gobierno desafiante, y no necesariamente en el buen sentido de la palabra. El director de esa orquesta de interminables soliloquios y vacíos eufemismos se ha encargado de instrumentalizar a un “pueblo” del que pretende ser su supremo intérprete para convertirlo en arma de su propia causa. Sin embargo, el pueblo ya está dando muestras de agotamiento.
El Gobierno ha optado por profundizar aún más la agitación y la fractura del país y de cada uno de sus estamentos, a partir de la práctica leninista de exacerbar las contradicciones de clase con miras a la revolución. La constante estigmatización de quienes osen cuestionar su istración, tildándolos de nazis y fascistas, se suma al desconocimiento de los poderes públicos. Ondea las banderas de la Constitución mientras suplanta de manera grosera a jueces y legisladores. Insiste en que el poder soberano del “pueblo” es superior a sus instituciones y por esa vía corteja la violación de la carta política.
La última de las amenazas revolucionarias se dio esta semana con el anuncio de decretar la consulta popular. Arrogándose facultades jurisdiccionales para determinar la validez o no de la votación del Senado que frustró el llamado a las urnas, determinó de manera unilateral que no existió una expresión del Congreso en el sentido de negar el llamado a la consulta. Según la contrafáctica interpretación jurídica de sus asesores, la votación mayoritariamente negativa del Senado no existió y esto autorizaría saltarse el trámite legislativo y proceder a convocar directamente al pueblo. Luego, de manera cándida, y para diluir cualquier atisbo de arbitrariedad, el Gobierno señaló que la última palabra la tendría la Corte Constitucional.
En una estrategia a múltiples bandas, es posible anticipar que, si la Corte Constitucional o antes el Consejo de Estado optan por declarar la irregularidad del trámite presidencial, desde el oficialismo desempolvarán la tesis del bloqueo institucional reforzada. Esta vez no solo de un Congreso tramposo, sino de unos jueces que cercenarían el poder soberano del pueblo. Ya en un terreno de completa ruptura institucional, se abrirán nuevos escenarios de contienda por el poder como una asamblea constituyente o la apelación permanente a la calle y a los cabildos abiertos.
Así las cosas, lo grave no solo es que el Gobierno decrete una consulta popular a sabiendas de su abierta inconstitucionalidad e ilegalidad. Lo alarmante es que lo haga para que los jueces adviertan la irregularidad y que sus sentencias queden graduadas de ilegítimas, así como ya sucede con las decisiones del Congreso. La materialización de ese “golpe blando” –así lo calificarían– esperado e inducido abre puertas inexploradas y peligrosas de crisis social y política.
Sin embargo, el Gobierno comete un error. Subestima al “pueblo” y el cansancio que generan los vientos de una revolución cargada de promesas y carente de resultados. Minimiza el hartazgo de que se invoque la superioridad moral de un gobierno que supuestamente se enfrenta a poderes corruptos, pero que tiene como timonel de su estrategia al cuestionado Benedetti y cuando a diario la justicia imputa a sus más cercanos colaboradores por graves escándalos de corrupción. Se desatiende, además, que la calle ya no responde con el mismo entusiasmo. Sin chivas ni refrigerios, las plazas “revolucionarias” se ven despobladas.
Con un pueblo cansado de su pasado y de su presente, lo verdaderamente revolucionario habría sido unir al país y sembrar la semilla de las transformaciones sociales con menos retórica y más hechos concretos. El legado de una revolución no puede ser dejar un país fracturado y en pedazos, pues esa es la prueba reina más estruendosa de su fracaso.
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