En Las uvas de la ira, John Steinbeck retrató con crudeza una América rota: familias expulsadas de su tierra por la sequía, la codicia y un sistema económico que las dejó sin lugar en el mundo. Los Joad, protagonistas de la novela, cruzaron un país buscando trabajo, dignidad y justicia. Pero encontraron explotación, silencio institucional y una lucha solitaria por sobrevivir.
La historia fue tan poderosa que, en 1940, fue llevada al cine por John Ford. La película, como la novela, no construyó villanos simples, sino un sistema despiadado que actuaba como un solo engranaje deshumanizante. El dolor colectivo de los migrantes del Dust Bowl quedó grabado como un retrato eterno de la dignidad golpeada.
Hoy, casi un siglo después, Colombia vive una versión propia de ese relato. No hay tormentas de polvo, pero sí hambre en el campo, violencia en las montañas, desplazamiento por la guerra y por la tierra. No hay una gran depresión financiera, pero sí una desconfianza creciente: incertidumbre jurídica, inseguridad regulatoria, informalidad que devora la economía, productividad estancada y un Estado sin caja.
Y, sin embargo, en el debate público, solo un lado alcanza a verlos —de ahí su confianza para acudir a las calles— mientras que el otro apenas los menciona. Estamos secuestrados por una polarización que no ite matices. O se está con el Presidente y se celebra todo, o se está contra él y se niega cualquier mérito. Como en los años más intensos del uribismo, donde toda crítica era traición, hoy todo reconocimiento se considera claudicación.
Por ejemplo, hay políticas que merecen ser reconocidas. ¿Pero cuál de los potenciales candidatos, que no sean del oficialismo, se atreverá a decir que en el agro se ha avanzado con método donde otros apenas prometieron? ¿Por qué cuesta tanto itir que algo funciona, aunque no provenga del lado propio?
El discurso del Gobierno no puede esconder sus acciones e inacciones. La narrativa de cambio no justifica el desorden.
Pero la corresponsabilidad también importa. El discurso del Gobierno no puede esconder sus acciones e inacciones. La narrativa de cambio no justifica el desorden, ni puede desligarse del actuar de quienes hoy toman decisiones, sumándole relatos que rozan con la incitación a la ira ante la desesperanza de quienes confiaron en el cambio y hasta hoy sienten que las promesas se diluyen en un discurso de confrontación.
¿Alguien negaría que el trabajo digno no puede seguir siendo un privilegio? La reforma laboral se justifica, no por ideología, sino por realidad: el Código Sustantivo del Trabajo nació en 1950, en un país que ya no existe. Incluso el Consejo de Estado ha recordado la obligación del Estado de garantizar condiciones laborales justas.
Pero así como la dignidad laboral es urgente, también lo es la sostenibilidad de las empresas. Ahí está el nudo: ¿cómo garantizamos derechos sin asfixiar a quienes deben hacerlos sostenibles? Eso exige método, técnica y una conversación adulta. Lo que tenemos es fuego cruzado, discursos intransigentes.
Las uvas de la ira crecen aquí también: jóvenes sin oportunidades, campesinos que aún esperan una reforma agraria, emprendedores sin mayores espacios en la economía, territorios sin Estado. Y ellos —no las élites políticas ni los trinos furiosos— votarán en 2026.
Por eso, este no es solo un llamado general a la reflexión. Es un llamado —muy seguramente cándido— al cambio de tono. Reconozcan sus errores, corrijan el rumbo y, sobre todo, escuchen con más humildad. Porque quienes cargan las uvas de la ira no tienen tiempo para cruzadas ideológicas. Tienen hambre. Y con eso, señores, no se juega.