Se cumplen cien años de la primera edición, en 1924, de la gran novela de la selva: La vorágine, de José Eustasio Rivera (1888, 1928). Uno de los mayores méritos de esta narración cumbre de la literatura colombiana es ser susceptible de múltiples lecturas. En coproducción del Centro Nacional de las Artes y Mapa Teatro, se presentó en Bogotá con el título La vorágine más allá, una fascinante interpretación escénica de la obra, que nos deja con el deseo de conocerla más a fondo.
El arte tiene entre sus bondades las de crear y sugerir conexiones profundas. En este caso, literatura y poesía de hace un siglo, con metáforas, imágenes, fotografía y videoarte. La versión sonora de Juan Ernesto Díaz con dialectos wayari y meo muno, que nos invitan a escuchar la lengua nukak y la música de la naturaleza.
Los hermanos Heidi y Rolf Abderhalden, directores de Mapa Teatro, y sus artistas e investigadores profundizan en el espíritu de esta novela. Con la virtud de la sencillez, lo llevan "más allá" para mostrarnos "la selva como catedral de la pesadumbre", como la define el propio José Eustasio, donde "todas las criaturas nativas, tanto como los que a ella vienen de fuera, sufren tormentos".
Recorrieron selva, escucharon la musicalidad de lenguajes étnicos, tomaron fotos y filmaron la magia y el arte de los antepasados de la serranía de La Lindosa y el río Guaviare, adonde muchos habían escapado de las vilezas de los caucheros.
Por esos lares transcurre la odisea del protagonista de la novela, Arturo Cova, romántico, donjuán, poeta y hasta sospechoso de ser el alter ego de su creador. Afirma el propio Rivera, en carta a un amigo: "Nunca estuve en el Amazonas, esos bosques de leyenda, donde ronda la desolación, son descripciones de Casanare que no conozco sino en imaginación".
Con la virtud de la sencillez, lo llevan ‘más allá’ para mostrarnos ‘la selva como catedral de la pesadumbre’ como la define el propio José Eustasio.
Durante su periplo, estos artistas se encontraron con habitantes del último pueblo nómada de Colombia, los nukak, e invitaron a algunos a integrarse a esta producción artística multidisciplinar. Los actores, los nukak y el público fuimos durante una hora, caminantes de un viaje a tres escenarios vecinos. Así se conserva la estructura original de la obra: la llanura del Casanare "con sus leyendas de árboles que tienen sangre blanca como dioses"; un pantano lluvioso y un caimán que lo atraviesa, llevando en su lomo tal vez al autor y a su héroe, y la cosmogonía final "de croquis imaginado", donde flotan los espíritus de los nukak.
A Arturo Cova y los suyos "los devoró la selva", última frase poética de la novela, traducida a lo popular como "se los tragó la manigua". Nos vamos con ellos en un vuelo de columpios, en el que conocí a Claudia –su nombre en español–, una de las aborígenes en escena.
Dibujos geométricos en su cara. Me ofrece sus manos quebradas por las líneas rojizas del achiote, y nos balanceamos juntas. Le digo: gracias por estar aquí.
Siento que, en su idioma, me responde lo mismo. Entre luces y sombras se mueve Macharoko, "el espíritu protector del pueblo nukak, y del árbol del caucho. La conjura: conspirar contra los caucheros con un hongo, el Microcyclus ulei, que frenó la empresa de la extracción del látex y de la esclavización de los hombres y los árboles del Amazonas, asegurando así su mutua supervivencia".
Un último impulso en la penumbra... Flotamos de nuevo. Nos miramos, sonreímos y nos decimos adiós.
Al salir, una muestra de cestos de la artesanía nukak. Escojo uno pequeño en tonos lila y azules. Tiene tapa y lo pensé útil como joyero. Coincidencia feliz: fue tejido por unas manos inolvidables que acababa de tener entre las mías gracias a ese columpiar cosmogónico que despide al público: las manos de Claudia.