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Opinión

La libertad de leer

Al censurar la literatura se restringe la posibilidad de que los estudiantes formen un criterio propio.

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CONSULTORA DE COMUNICACIONES, ESCRITORA Y COLUMNISTAActualizado:

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En Colombia la censura de libros es una cosa del pasado. Fue prominente durante la época de la Inquisición y se extendió más allá de la Independencia y hasta bien entrado el siglo XIX. Incluso en el siglo XX, algunas instituciones educativas, influenciadas por la Iglesia católica, prohibieron la lectura de autores como Gabriel García Márquez, por considerar su contenido poco apropiado para los estudiantes. Hoy en día, la realidad es muy diferente. Los jóvenes colombianos tienen la libertad de leer lo que se les antoja. Si bien existen comités evaluadores en bibliotecas públicas y planteles escolares que revisan y seleccionan el contenido que debe estar en los estantes, ya no se practican censuras formales.
(Lea también: A la deriva).
La literatura ha sido, desde siempre, un espacio para la exploración de la condición humana.
Esto contrasta con lo que sucede en Estados Unidos, país que se enorgullece de defender la libertad de expresión, y en donde, paradójicamente, cada día hay más obras vetadas. Aunque a nivel federal la prohibición de libros no es posible debido a la primera enmienda de la Constitución, a nivel local la historia es otra. En los últimos años se ha visto un incremento alarmante de la censura de libros en varios estados. Según la Asociación Americana de Librerías (ALA, por su sigla en inglés), esta se incrementó un 65 % de 2022 a 2023: 4.240 libros prohibidos. La censura no proviene solamente de gobernantes anacrónicos, sino de organizaciones que, en nombre de la corrección política, ejercen presión sobre editoriales e instituciones para erradicar o modificar obras cuyo contenido consideran inapropiado. En esa hoguera han caído autores como Roald Dahl, Mark Twain y Toni Morrison.
El año pasado, a Summer Boismier, profesora de secundaria de un colegio de Oklahoma, le revocaron su licencia para enseñar por negarse a sacar de su salón de clase algunos libros relacionados con temas de identidad de género, sexualidad y racismo. Su caso volvió a surgir hace unos días durante la celebración de la Semana de los Libros Prohibidos, un evento organizado desde 1982 por la ALA para promover la libertad de leer.
La literatura ha sido, desde siempre, un espacio para la exploración de la condición humana. Al censurarla, se restringe la oportunidad de que los estudiantes formen un criterio propio y amplíen su comprensión de la realidad. ¿Serán los jóvenes colombianos conscientes de la libertad que tienen para elegir qué leer? Ojalá lo fueran; quizás así leerían más, y tendrían mayor curiosidad intelectual, tan necesaria en estos tiempos.

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