A estas alturas todos tenemos claro que lo que ocurrió la semana pasada lejos estuvo de llamarse huelga o paro. Por el contrario, lo que hubo el jueves y el viernes de la semana que pasó fue la prueba más cruda de la instrumentalización de unos pocos en favor de unas agendas que cada día son más obvias para la mayor parte de la ciudadanía. La gente no es boba y ya sabe que a los promotores de este tipo de actos no les importan los derechos laborales; que lo que quieren hacer es campaña anticipada y que bloquear y sabotear las actividades cotidianas, los sistemas de transporte público y una universidad como la Nacional solo afecta a los más vulnerables; precisamente, al pueblo que dicen defender.
Si no es con buses llenos de gente traída desde el Cauca o con “400 sandwichitos” como en Barranquilla, ya no les copian, y eso debería plantearles al movimiento social y a la izquierda democrática una profunda reflexión sobre la manera en que les incumplieron a sus bases y la forma en la que están entendiendo la política en Colombia hoy.
Pero el análisis tendría que ser mucho más sofisticado que simplemente decir: “Petro perdió la calle”. Hay varios elementos de lo que ocurrió la semana pasada que estamos pasando por alto y que resultan, en algunos casos, preocupantes y, en otros, tremendamente interesantes.
¿Por qué tan poquitos “pararon” en Cali? ¿Por qué la ciudad que en otros momentos hubiera sido el escenario de confrontación más fuerte fue la que menos incidentes tuvo esta vez?
Casi nadie lo reconoce, a nivel nacional, pero en el Valle la gente sabe que el trabajo que han hecho los empresarios, la alcaldía y los jóvenes líderes sociales ha permitido procesos de reconciliación profunda y genuina, que han ayudado a desactivar uno de los polvorines más bravos de las últimas décadas. Lo que hace ProPacífico, lo que hicieron con su famoso Compromiso Valle, en el que se sentaron (y se sientan todavía) reconocidos del sector productivo con líderes barriales e incluso de la primera línea, arroja saldos importantísimos que, precisamente, cuando hay coyunturas como la que acabamos de vivir se evidencian positivamente, y eso hay que resaltarlo y aprender de ellos para extender sus experiencias a otras partes del país.
Ahora bien, ¿se dieron cuenta, apreciados lectores, de que en Bogotá la mayoría de quienes provocaron los actos vandálicos fueron muchachitos que escasamente llegaban a los 16 años? ¿No debería ese hecho ‘jalarnos’ duro de la camisa para entender que en este país más de 2,5 millones de jóvenes ni estudian ni trabajan y son el caldo de cultivo perfecto para quienes quieren promover la violencia? ¿Se apalancaron algunos de los sindicatos que promovieron el tal paro en menores de edad para lograr los bloqueos al TransMilenio que reconoció el señor Fabio Arias, de la CUT? ¿Es ese el efecto del adoctrinamiento de algunos dirigentes de Fecode en las escuelas públicas?
Ahí hay un reto para los alcaldes y para el próximo presidente que debería ser tenido en cuenta. Mientras a esta juventud no se le brinden oportunidades atractivas y realistas para que se ponga a hacer algo que no sea vandalizar una estación de transporte, seguiremos viendo cómo algunos los usan para el caos, impunemente.
El tal paro no existió, pero las causas de la exclusión y la desigualdad siguen intactas porque este gobierno no las pudo ni las quiso resolver.
Por último, pero no menos importante, fueron las muestras de civismo y sentido de pertenencia de mujeres como doña Yaneth en Bogotá y doña Stella en Popayán o, antes, un profesor de la Universidad Nacional que había salido a defender sus aulas de unos encapuchados. Nadie les dijo lo que tenían que hacer; simplemente lo hicieron desde la convicción íntima de que en Colombia lo que de verdad nos está haciendo falta es que nos dejen ‘camellar’ a todos en paz.
El tal paro no existió, pero las causas de la exclusión y la desigualdad siguen intactas porque este gobierno no las pudo ni las quiso resolver. ¡Pilas con el 2026!