Están ahí, al acecho. Esperando que caigas en la trampa. Si no caes en la primera, intentarán que caigas en la segunda. O en la tercera. Son astutos: escriben y aprenden guiones convincentes con los que tratarán de enredarte; algunos te muestran los beneficios increíbles que podrías ganar si muerdes el anzuelo; otros te atacan por el lado contrario, y, precisamente, te advierten sobre los peligros de morderlo –porque suponen que tú también eres astuto– y para protegerte contra los bandidos –es decir, contra ellos mismos– te piden confirmar unos datos para ponerte a salvo. Lo dudas. Es inevitable. Y has estado a punto de dar ese par de datos que supuestamente te blindarán de los riesgos... hasta que descubres que es otro anzuelo. Aunque a veces lo adviertes cuando ya lo has mordido. Cuando entras a revisar el estado de cuenta y ves que se han llevado lo que era tuyo.
Ya sabes de quiénes hablamos: de esos que te llaman a diario para ofrecerte tarjetas inexistentes, para anunciarte premios, para informarte sobre un paquete que te enviaron, para advertirte sobre una multa que está pendiente de pago, para prometerte el cielo y la tierra... un cielo en el cual, ¡por supuesto!, no existe gente como ellos.
No hay duda: son astutos. Y, si son tan astutos, ¿por qué no dedican su astucia a ayudar a construir un mundo mejor? ¿O, por lo menos, a llevar una vida que les permita decirles la verdad a sus hijos cuando les preguntan a qué se dedican, cómo se ganan la vida?
También son atrevidos: algunos llegan hasta la casa de sus víctimas y les hablan de frente. Se exhiben. Se exponen, aunque saben que alguien les habría podido tender una trampa. Pero se atreven, sobre todo, porque creen que nadie sabe de trampas tanto como ellos. Y quizás tengan razón, aunque se trate de un triste logro.
No hay duda: son atrevidos. Y, si son tan atrevidos, ¿por qué andan a las escondidas, por qué fingen ser los que no son? ¿Por qué no se atreven a hacer las cosas al derecho, que podría ser tal vez el mayor atrevimiento?
La industria del mal, ahora con peligrosas extensiones digitales, está creciendo a un ritmo peligroso y temible. Y quizás lo más paradójico sea que esa industria está llena de gente astuta y atrevida que –como tantos políticos y tantos industriales– ha dedicado su talento y su coraje a hacer del mundo un lugar menos amable. Pilas.