Si hay un Estado fallido en el orden interno y olvidado en las agendas globales, ese es Haití: el país más pobre del hemisferio. De repente ocupa la actualidad internacional por el magnicidio de su presidente, Jovenel Moïse, un crimen que se ha producido ante la indiferencia general de los haitianos, tal como registran las encuestan de los medios internacionales más importantes; no en vano, Moïse era percibido como corrupto y represor por la mayor parte de una ciudadanía que se manifestó masivamente contra él hace poco más de un año.
Al margen de los componentes desconocidos del magnicidio, es interesante analizar la situación y la historia de una sociedad que vive a la deriva en las últimas décadas y, con rarísimas situaciones de normalidad, desde su fundación como república.
Como es conocido, los haitianos fueron los primeros en librarse del yugo de la esclavitud hace dos siglos, cuando se rebelaron contra sus amos coloniales ses y el ejército de Napoleón, el más poderoso del mundo en aquel momento, para fundar en 1804 la primera república negra del mundo. “Esa victoria —de acuerdo con el analista Martin Fletcher, de 'The Times'— llevaba el germen de los sufrimientos actuales de Haití”. El problema es que la nueva república aceptó las exorbitantes exigencias económicas de Francia por la pérdida de su rica colonia, con pagos que la empeñaron económicamente hasta 1947. En lo político, los haitianos no han dejado de ser gobernados por dictadores, déspotas, presidentes ‘vitalicios’ con gran voracidad por enriquecerse, hasta llegar a la saga de los Duvalier, Papá Doc y su hijo Bébé Doc, que mandaron ente 1957 y 1986 con base en el terror instrumentado por los terribles escuadrones de la muerte llamados los ‘Tonton macoutes’.
Con sectores de una pequeña burguesía culta fue forjándose una oposición clandestina, exiliada principalmente en Francia, con el anhelo de construir una democracia en Haití mediante una rebelión pacífica. Con ellos tomé o en París en los años 80 del siglo pasado. Un grupo de periodistas españoles los apoyamos en diferentes aspectos, por ejemplo, planeando una estación de radio a fin de emitir hacia Haití, desde la fronteriza República Dominicana, para informar sin censuras y estimular a la población hacia una alternativa democrática a la dictadura.
Una alternativa que cuajó con la victoria de Jean-Bertrand Aristide, un sacerdote seguidor de la teología de la liberación que, con grandes simpatías a escala internacional, ganó las elecciones en 1990. Aristide, ‘Titid’, emprendió reformas encaminadas a luchar contra la pobreza extrema y a ordenar el sistema económico. Molestaron tanto estas políticas que a los ocho meses le dieron un golpe de Estado militar y lo sacaron del poder. Apoyado por Estados Unidos, Aristide retomó la presidencia, que ocupó, con diversas peripecias, avatares y cortes, hasta 2004, cuando tuvo que exiliarse en África. Regresó la siniestra historia.
Hoy, con el impacto del magnicidio de Moïse, después de un mes de junio con cientos de asesinatos y secuestros, Haití aparece como en un agujero negro de violencia privada y sin sesgo político, donde mandan las mafias, las pandillas que comparten el poder con el gobierno de turno, en un mercado magnífico para las empresas apátridas de seguridad privatizadoras de las guerras. En Haití no hay un Estado que controle la población y el territorio.
A la hora de hablar de soluciones, estas no pueden venir de invasiones estadounidenses para poner orden, que el propio presidente Biden está rechazando. Se trataría de que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas tomara el asunto de frente para construir una acción de ‘protectorado’ multinacional activo y vigilante, como el que se llevó a cabo en la antigua Yugoslavia, hasta recuperar a un país que ha descendido a los infiernos. Haití, que se liberó hace 217 años, necesita desesperadamente hoy una imprescindible ‘injerencia humanitaria’.
ANTONIO ALBIÑANA