La historia es vieja y se repite más que llamada de cobrador: alguien se toma unos tragos, la conversación se suelta, las miradas se encienden y, de repente, la noche parece terminar inevitablemente en el aquello. La idea de que el alcohol y la actividad sexual son aliados inseparables está tan instalada en el imaginario popular que pocos se detienen a preguntarse si esta pareja realmente funciona tan bien como se cree. Spoiler: depende de la dosis y, sobre todo, de las expectativas.
Según diversos estudios, entre ellos uno publicado en The Journal of Sex Research, el alcohol tiene un efecto claro sobre la mente: baja las inhibiciones y levanta las ganas (o, mejor dicho, hace que las ganas se sientan más grandes de lo que son). La planta baja se entusiasma, los frenos mentales se relajan, y el catre parece llamar a gritos. Pero lo curioso es que mientras la cabeza dice “¡vamos con toda!”, el cuerpo no siempre responde con la misma energía.
Para los caballeros, un par de copas pueden aumentar la confianza, pero si la botella sigue vaciándose, el departamento inferior puede declararse en huelga. La famosa “borrachera sexual” muchas veces termina siendo más frustrante que divertida. Un estudio del National Institute on Alcohol Abuse and Alcoholism advierte que, después de cierto punto, la función eréctil empieza a fallar más que un ventilador viejo. Y no es solo cosa de hombres: en las mujeres, aunque el deseo puede subir, la respuesta física –lubricación, sensibilidad– tiende a disminuir cuando el alcohol circula alegremente por el cuerpo.
Además, está el tema del riesgo. Cuando las ganas están alborotadas y el alcohol hace de las suyas, se disparan las decisiones poco pensadas: sexo sin protección, con personas desconocidas o en situaciones que luego pueden traer más que un simple guayabo emocional. La OMS ha insistido en este punto, y en Colombia, Profamilia ha alertado sobre cómo el licor se mete en las primeras experiencias sexuales de muchos jóvenes, con las consecuencias que eso puede implicar.
Ahora bien, no se trata de ser aguafiestas. Nadie dice que brindar sea pecado ni que un buen vino en una cena romántica esté prohibido. Al contrario: un par de copas bien manejadas pueden suavizar la timidez, generar conexión y hasta ponerle un poco de picante a la noche. La clave está en saber cuándo parar, porque hay una línea delgada –y bastante tramposa– entre el toque justo y el desmadre que arruina la jugada.
La propuesta es sencilla: disfrutar del trago y del aquello, pero con cabeza. Hacer espacio para una educación sexual que hable claro sobre estos temas (y no solo en tono de advertencia), normalizar el uso de preservativos como parte del juego previo y, sobre todo, desmontar la idea de que el mejor sexo es el que ocurre bajo efectos del alcohol. La química auténtica, la que hace temblar de verdad el catre, no necesita excusas etílicas para encenderse.
Así que la próxima vez que la planta baja dé señales y las ganas anden haciendo de las suyas, bien puede ser con copa en mano… pero también con claridad de mente y conciencia de cuerpo. Porque no hay mayor placer que el que se disfruta de principio a fin, sin tener que preguntarse al día siguiente: “¿y ahora este enredo de dónde salió?”.
¡Salud y buen catre para todos! Hasta luego.
ESTHER BALAC
Para EL TIEMPO