Es paradójico que haya sido por causa del episodio de la toma del parque Nacional por parte de la comunidad emberá, la segunda en un corto lapso, que muchos bogotanos y bogotanas hayan vuelto su mirada sobre este lugar.
Con noventa años de historia, pocos recuerdan que en sus predios albergó un pequeño zoológico y atracciones mecánicas y que su nombre completo es Parque Nacional Enrique Olaya Herrera, quien fue uno de sus principales gestores. Que durante varios años, a finales del siglo pasado, permaneció en lamentable estado y que en 1995 fue intervenido y se construyeron dos mapas de Colombia, en relieve.
Así mismo, son menos los que tienen claro que este parque –junto al de la Independencia y al ya desaparecido del Centenario– formó parte de una política de los gobiernos de comienzos de siglo pasado para darles espacios de recreación sana y formación en civismo a quienes llegaban en masa a una ciudad que para entonces comenzaba a crecer a pasos agigantados. Es que para 1934 Bogotá contaba apenas con 325.000 habitantes y su expansión acelerada, con todos los retos que esto implicaba, comenzaba ya a vislumbrarse.
Hoy, tras una inversión superior a los 2.500 millones, a cargo de la Alcaldía de Bogotá, el parque Nacional vuelve a estar a disposición de la ciudadanía. El inicio de las novenas fue la coyuntura que escogió la istración distrital para reabrirlo luego de las obras y refacciones necesarias tras el estado en el que quedó después de albergar por varios meses a los integrantes del pueblo emberá.
Que el parque en esta nueva vida recobre su vocación original actualizada según los tiempos que corren. Que sea un espacio para la ciudadanía, pero también cuidado, que, como hace noventa años, sea un lugar para recordar que el encuentro entre diferentes y la convivencia en la diversidad es lo que en últimas construye los cimientos más sólidos de una nación.