Se cumplieron este mes cinco años del comienzo de una de las más duras vivencias que ha conocido la humanidad en tiempos recientes. Fue en marzo de 2020 cuando, ante el advenimiento de una pandemia motivada por la proliferación del virus covid-19 –detectado en China a finales de 2019–, autoridades civiles y sanitarias de buena parte del mundo determinaron que mientras se desarrollaba una vacuna, y para evitar una racha de contagios que desbordara la capacidad de respuesta del sistema sanitario, lo mejor era que la población permaneciera en casa. De un momento a otro el planeta entró a vivir días que parecían prestados de un guion de película distópica de Hollywood.
Un lustro después hay que referirse, entre otros aspectos, a los profundos cambios que este evento parteaguas trajo a la vida: desde la organización del trabajo hasta las relaciones sociales, pasando por la psiquis de toda una generación de niños y jóvenes profundamente marcada por esta experiencia de encierro y restricciones de la socialización. Su huella en este frente tardará décadas en diluirse.
Entre lo positivo está, por supuesto, la capacidad que mostró nuestra especie para reaccionar, organizarse y apostarle al trabajo colaborativo con el fin de lograr en tiempo récord la elaboración de varias vacunas que han mostrado su efectividad. Gran triunfo de la ciencia. No se puede pasar por alto la solidaridad que entonces afloró a partir de la conciencia compartida de que –como lo dijo en su momento el papa Francisco en esa memorable oración ante una plaza de San Pedro desolada–, querámoslo o no, "todos estamos en la misma barca".
Narrativas y posturas conspirativas que hallaron
en esos días de encierro un terreno fértil se han consolidado, para desgracia de la humanidad.
Ese duro tiempo de reclusión en los hogares dejó también un cambio en ciertos niveles de conciencia de las personas y de la sociedad. Hay razones para creer que la necesaria bienvenida a la preocupación por las emociones y la salud mental de las personas, que hoy se puede constatar, se originó en buena medida en ese espacio de introspección colectiva que fue el confinamiento por el virus.
En lo económico, la contracción por efecto de este evento inesperado todavía se siente en las cadenas de suministros y en los indicadores económicos. Sobre todo en las finanzas públicas de países como el nuestro. Y aquí vuelve a aparecer un aspecto psicológico que tiene, como lo comentábamos ayer en estas líneas, un impacto profundo en la economía: el desplome de la natalidad. Un fenómeno que, aunque está ligado a muchos factores, sin duda se agudizó tras la pandemia.
Entre las consecuencias negativas, narrativas y posturas conspirativas que encontraron en esos días de encierro un terreno fértil se han consolidado, para desgracia de la humanidad. El movimiento antivacunas sigue ganando adeptos, y las posturas anticientíficas que han crecido bajo su sombra hoy se encuentran representadas en cargos muy altos, como es el caso del secretario de Salud, Robert Kennedy, de Estados Unidos, quien ha lanzado duras críticas contra la Organización Mundial de la Salud. Como han coincidido expertos, la probabilidad de una nueva pandemia es alta y real. Por suerte hay camino andado. Y si algo quedó claro con el covid-19 es que la respuesta tiene que ser multilateral, fruto de un esfuerzo coordinado de los países. El aislacionismo y el rechazo a la ciencia no son aceptables.