La semana pasada, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) publicó un reporte sobre los “puntos críticos del hambre” en el planeta. Colombia fue incluida en esta indeseable lista junto con otros 23 países, entre ellos 16 africanos, Afganistán, Honduras y Haití. El Gobierno Nacional no solo rechazó por vías diplomáticas la inclusión del país dentro de este mapa, sino que también criticó el desconocimiento de los avances logrados y el que las conclusiones del reporte no correspondieran a la realidad nacional en esta materia.
La agencia de la ONU coincidió con la postura colombiana acerca de la injusticia del reporte al no reflejar los recursos, políticas públicas y esfuerzos del Gobierno para hacerle frente a la inseguridad alimentaria. El Ministerio de Agricultura ha manifestado que “no hay escasez de alimentos” en el territorio nacional y la producción alcanza los 36 millones de toneladas. Asimismo, la estrategia gubernamental frente al aumento de la pobreza por la pandemia ha sido, entre otros programas, el despliegue de transferencias monetarias por unos 30 billones de pesos a más de 10 millones de hogares vulnerables, precisamente para mitigar el choque alimentario.
Tanto el Dane como otras entidades estatales han identificado y calculado los múltiples impactos que la pandemia infligió en los hogares y ciudadanos, incluyendo los riesgos de inseguridad alimentaria. Son varias las dimensiones de estos riesgos, desde la disponibilidad hasta los ingresos para comprarlos, incluidos factores como el conflicto armado, los desplazamientos y migración como la venezolana.
No obstante lo anterior, este error de la FAO –ya corregido por el organismo multilateral– abre una oportunidad para reconocer tanto esas acciones contra el hambre como la obligación de continuar fortaleciéndolas y mitigando unos riesgos alimentarios que merecen atención.
Hay que tener claro que
nunca serán demasiados
los esfuerzos cuando se trata de salvar del hambre a los más desprotegidos.
Y es que es una realidad que, sin llegar a extremos de otros países, la desnutrición sí es un problema de salud pública en el país. Las últimas investigaciones dan cuenta de que al menos el 40,6 por ciento de los departamentos reúnen las condiciones que favorecen esta enfermedad y el 18,7 por ciento está en una especie de riesgo empujado por la pandemia.
Basta ver el índice de desnutrición crónica de la Fundación Éxito –dado a conocer a finales del año pasado–, que después de analizar once variables determinantes de esta condición encontró que en la Amazonia y la Orinoquia se concentran el mayor número de departamentos (88,9 por ciento), los que se califican en las categorías crítica y baja de este indicador, seguidas por la región Pacífica.
Se trata de entender que estas realidades tienen unos orígenes multicausales que de no atenderse no solo impactan en el componente sanitario, sino, por extensión, en todo el desarrollo económico y social del país.
Hay que actuar para contrarrestar este flagelo, en razón de que nunca serán demasiados los esfuerzos cuando se trata de salvar del hambre a los más desprotegidos.
EDITORIAL