Estupefacto quedó el mundo el viernes pasado tras conocerse la noticia del asesinato, durante un mitin político en Nara, del ex primer ministro japonés Shinzo Abe, de 67 años. A la consternación por la pérdida de quien ha sido considerado una de las figuras políticas más relevantes de este país en las últimas décadas, se sumó el desconcierto ante el suceso, dado el hecho de que Japón es un país con muy pocas armas en poder de la población –una por cada 330 personas– y con cifras extremadamente bajas de homicidios: desde 2017 solo se habían registrado 14, en un país con 125 millones de habitantes.
Abe, que en julio de 2014 visitó Colombia, donde abrió la senda de la valiosa colaboración de ese país en el desminado humanitario como parte del posconflicto, fue un líder recordado por sus políticas económicas tendientes a impulsar la reactivación económica de su país a partir de reformas estructurales y estímulos a la inmigración, así como por posturas nacionalistas tendientes a retomar el camino pacifista de la política exterior de su nación emprendido a partir del desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Ocupó el cargo de primer ministro durante dos períodos.
El atacante, Tetsuya Yamagami, detenido minutos después de efectuar el disparo mortal con un arma artesanal, resultó ser un antiguo integrante de la rama naval de las Fuerzas de Autodefensa de Japón y aseguró en primera instancia haber obrado así debido a que creía que Abe tenía vínculos con una organización religiosa que, según dijo, le había hecho daño a su familia.
La Policía rápidamente reconoció fallas en el esquema de protección, el cual, dado el contexto, era muy reducido. Un hecho muy lamentable que confirma, de la peor manera, que no hay país que hoy pueda estar a salvo de personas con delirios homicidas alimentados con insumos conspiranoicos y, lo que es peor, disposición para hacerlos realidad.
EDITORIAL