Bien harían el gobierno del presidente Gabriel Boric y las fuerzas políticas de Chile, de todos los espectros, en atender con detalle el mensaje que les acaba de enviar la ciudadanía, no solo el domingo pasado, sino también en septiembre. Los dos procesos –que para el análisis deben considerarse uno– para cambiar la Constitución de los 80, heredada de la dictadura de Augusto Pinochet, han fracasado en las urnas, lo que significa que el país seguirá con la misma carta, que, a la luz de la verdad, había sido objeto ya de robustas reformas a lo largo de los años, en especial durante el gobierno del socialista Ricardo Lagos (2000-2006).
El primer intento, elaborado por una Asamblea Constitucional dominada por las izquierdas, fue rechazado por el 62 por ciento de los electores; mientras que el segundo, redactado por un órgano liderado por las derechas, se hundió el domingo con un 55,7. Palabras más, palabras menos, los chilenos dijeron no a las opciones polarizantes y apegadas a los extremos, para dar una lección de moderación que la clase política no entendió en ninguno de los dos intentos, pues fue incapaz de consensuar un texto que respondiera a los sentires de la mayoría, aunque la reforma era un mandato plebiscitario nacido de las protestas sociales del 2019. Esto no significa, de ninguna manera, que los ciudadanos estén contentos con el texto actual. Quedó claro que se quieren mayores derechos sociales e inclusión, pero no un salto radical.
“La política ha quedado en deuda con el pueblo de Chile”, reconoció el mismo Boric, cuyo gobierno anunció que cualquier otra iniciativa de reforma constitucional quedará aparcada, al menos durante este mandato. Ahora su objetivo es sacar adelante las reformas estructurales que a su juicio necesita el país, como la tributaria y la pensional, reflotar la economía y enfrentar el problema de la inseguridad, uno de los males más acuciantes y que más golpean la percepción ciudadana sobre su gobierno.
EDITORIAL