Diez años han pasado ya desde que el cardenal francés Jean-Louis Tauran anunció a Jorge Mario Bergoglio –a partir de ese momento, Francisco– como sucesor de Benedicto XVI. Desde ese instante el primer pontífice latinoamericano en la historia del catolicismo dio señales del talante de su pontificado: pidió a los presentes en la plaza de San Pedro que lo bendijeran. Y se refirió a sí mismo como el obispo de Roma. No un jerarca, sino uno entre iguales, pero con la tarea de conducir la barca de la Iglesia por aguas ciertamente tormentosas. Con poderosos gestos, pronto Francisco le dejó claro al mundo que el suyo sería un pontificado marcado por la apertura, el servicio y la humildad. Un estilo en el que es evidente la impronta de su formación en la Compañía de Jesús.
Su carisma le ha valido un reconocimiento global, incluso de sectores que tradicionalmente habían marcado distancia del catolicismo, pero también le ha traído opositores. Dentro de la misma Iglesia, donde incluso de forma abierta un grupo de cardenales lo ha criticado duramente, y entre líderes de opinión, quienes creen que el mensaje del pontífice ha trascendido el límite de lo espiritual para incursionar en terrenos políticos que, a juicio de sus críticos, no le corresponden.
Y así como ha incomodado con sus críticas, Francisco también se ha visto incómodo frente al desafío de erradicar el flagelo de la pederastia. Los innegables avances que ha logrado han resultado opacados por algunas salidas en falso. Mejor suerte ha corrido con el otro desafío crítico: reformar la curia romana y su arcaica estructura, tan propensa a los manejos opacos, a los privilegios e incluso al derroche.
Con algunos quebrantos de salud, ha dicho que cuando sienta que ha llegado el momento dará un paso al costado. Y si algo está claro es que más allá de cómo se termine valorando su pontificado, será inevitable que su sombra se proyecte sobre quien la sabiduría iluminada de los cardenales elija como su reemplazo.
EDITORIAL