En política el año que viene va a ser largo. Usualmente los presidenciables solían mostrarse cautelosos el año anterior a las elecciones para no llegar quemados a la recta final de las campañas. Pero eran tiempos distintos: sin redes sociales, sin tantas opciones ideológicas y con partidos políticos que ofrecían un número limitado de candidatos.
Hoy no existen partidos sino candidatos que eligen las colectividades que quieren que los respalden en sus aspiraciones presidenciales. Las diferencias ideológicas no son de matices sino que rozan con decisiones acerca de qué modelo de Estado y sociedad debe prevalecer. Y los medios que podrían poner límites a la deslegitimación entre oponentes se ven rebasados por la velocidad y la espontaneidad con que las redes encienden cualquier declaración de un político que quiera engancharse en la opinión.
Eso no es todo. El año que viene presenta dos circunstancias adicionales que harán que los candidatos se vean obligados a ser parte del debate público: el deterioro de la gestión pública y la degradación del discurso contra la clase política y la corrupción.
La mayoría de las transformaciones planteadas por Petro al inicio de su gobierno no se consolidaron institucionalmente. Es decir, no se convirtieron en una ley concertada con el Congreso y la sociedad, aprobada por las cortes y respaldada por una tecnocracia y una burocracia que las materializara. Las cosas se hicieron más bien al modo shu-shu-shu de la reforma de la salud. Los cambios no son aprobados por el Congreso pero en la práctica se implementan con el direccionamiento de los pagos y la gestión caprichosa del Gobierno.
Las circunstancias del país van a adelantar la campaña de 2026, el 2025 va a ser un año largo en política.
Las cosas hechas así no pueden salir bien, sobre todo cuando comprenden temas tan delicados para el bienestar de la sociedad como la salud, la educación y la seguridad energética. Más temprano que tarde, los resultados se sienten en la vida diaria. El incremento de las tutelas para recibir servicios de salud es un síntoma de que el plan del Gobierno de asfixiar a las EPS y las IPS se lleva de por medio a los enfermos. La desfinanciación del Icetex golpea la oferta de educación superior privada y deja sin estudios universitarios a muchos estudiantes. La transición energética hecha a punta de dogmas tiene el país en riesgo de desabastecimiento: la promesa que no se iba a importar gas se incumplió.
Son asuntos que golpean la realidad cotidiana de los votantes que exigen respuestas de la clase dirigente. Los candidatos no pueden abstraerse de la discusión pública, bien sea para atacar al Gobierno o bien sea para defenderlo.
El debate tendrá un telón de fondo bastante opaco. El Gobierno llegó al poder con la promesa de acabar no solo con la corrupción sino con la politiquería, es decir, con el hecho que los nombramientos y la gestión pública en vez de estar comprometida con el interés general estuviera capturada por intereses particulares. La desilusión en esa materia es enorme.
En las propias filas del Gobierno no pueden disimular el malestar que provoca el nombramiento de Armando Benedetti y la intención de poner de embajador a Daniel Mendoza en Tailandia. Eso por no mencionar los escándalos de corrupción que permanecen latentes. La UNGRD, la financiación de la campaña, el caso de Nicolás Petro y el ruido que genera el presidente de Ecopetrol hacen muy difícil creer que este fue el gobierno que enfrentó la corrupción. Pareciera ocurrir lo contrario: el Gobierno se dio las grandes peleas ideológicas en los temas gruesos sobre el papel del Estado y los mercados en medio de la crisis climática, pero sucumbió a la politiquería sin sacar adelante las grandes reformas.
Mientras más se muevan los escándalos, más obligados se verán los candidatos a salir a la arena política. El 2025 será un año difícil para esconder sus fichas.