Érase una vez un orden. El orden tenía un ordenador (en el sentido original de la palabra, no un computador ibérico), que se llamaba Estados Unidos. Había otros ordenadores, como Francia, Alemania y el Reino Unido, que se paseaban por el patio de la escuela con la desenvoltura de quienes se saben parte del combo de los chicos populares. Pero en el fondo sabían que quien ponía el orden era EE. UU. Los otros eran simples delegatarios del orden.
El orden era, ante todo, un pacto de defensa. No te metas conmigo ni con mis amigos, y no me meto contigo. Y nadie se mete con nadie sin que yo lo autorice. ¿Entendido? Bien.
El orden era también una licencia. Pórtense bien y los dejo comerciar entre ustedes. El pacto defensivo apoyaba el pacto comercial. Había un solo país capaz de patrullar todos los mares y garantizar que los buques del mundo pudieran transportar mercancías sin ser atacados por piratas o fuerzas extranjeras. De nuevo, ese país era EE. UU.
El orden no era perfecto. No faltaban los países que se desalineaban. Pero como solían ser pequeños o alejados, no afectaban mucho el orden. No se les gastaba mucha atención.
El orden era, ante todo, un pacto de defensa. No te metas conmigo ni con mis amigos, y no me meto contigo. Y nadie se mete con nadie sin que yo lo autorice. ¿Entendido? Bien
El orden tampoco era particularmente ético. A veces un país entero, como Irak, era sacrificado en el altar del orden, bajo pretextos dudosos. Luego los países subalternos del orden tenían que hacerse los locos, fingir que no sabían lo que sí sabían, y barrer el asunto bajo la alfombra. Era más importante no desafiar a EE. UU. que reconocer que se había derramado sangre injustamente en nombre del orden. Es decir, había mucha hipocresía sosteniendo el orden (como en todo orden: religioso, moral, etc.). Pero se toleraba porque se presumía que el orden era preferible al desorden.
El orden, además, tuvo momentos de gloria. El fin del siglo XX fue uno de ellos. Cayó la Unión Soviética, se acabó la Guerra Fría, colapsó el comunismo. El orden dio la vuelta de la victoria. La libertad, la democracia y el capitalismo habían triunfado. Los países que quisieran acogerse a esos ideales prosperarían. Tal era la promesa implícita del orden.
Pero al orden le salieron fisuras. Los excluidos del orden miraban desde afuera, a través de las ventanas, e incubaban resentimientos. Los resentimientos lanzaron aviones llenos de pasajeros contra dos edificios en Manhattan y el Pentágono en Virginia. Una gran crisis financiera hizo temblar los cimientos monetarios del orden. Las clases trabajadoras en los países ricos, que el orden, ensoberbecido por su victoria, había ignorado, se dejaban convencer por demagogos nacionalistas. Una pandemia le reveló al mundo su fragilidad. Un tirano en las goteras de Europa invadió a un país vecino, sin que el orden pudiera evitarlo.
Por esas fisuras se coló Trump. El sepulturero del orden. “¡América primero!”, dijo. Los demás, arréglenselas como puedan.
El fin del orden es una mala noticia. Europa tendrá que gastar mucho más en defensa y, por tanto, menos en su estado de bienestar. Para el mundo pobre será más difícil comerciar, es decir, más difícil reducir la pobreza. Y se trabarán las respuestas coordinadas a las grandes cuestiones globales, como el cambio climático, la contención de los ‘Estados canalla’ y la regulación de las armas nucleares o la inteligencia artificial.
Colombia lleva más de un siglo aplicando la doctrina del ‘respice polum’ de Marco Fidel Suárez: “mirar hacia el norte”. La indiferencia o desafección de EE. UU. nos deja sin muchos buenos lugares donde mirar. A Porfirio Díaz se le atribuye la frase: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. Para nuestro país en la era Petro-Trump, es decir, la era del des-orden, habría que adaptarla: “Pobre Colombia, tan lejos de Estados Unidos y tan cerca de Diosdado”.
THIERRY WAYS
En X: @tways