Tanto darles vueltas a los pulsos políticos, tanto repensarse formas de gobierno, historias oficiales e ideologías, como filosofando, para quedarse callado uno cuando el vecino del barrio le repite su “yo le dije que todos eran iguales: yo le dije que todos llegaban a robar y a acabar con los otros”. Tanto matizar, tanto poner en contexto los gestos presidenciales y sus símbolos y sus reivindicaciones, como entendiendo el experimento colombiano, para luego ser testigo de las pifias y de los embustes nuestros de cada día, y darles la razón a los que daban por hecho el engaño. Otra vez la guerra por la espalda. Otra vez las chuzadas. Otra vez el saqueo del Estado. Otra vez el fracaso del acuerdo nacional. Otra vez la obligación de entender una presidencia como una parábola que tendría que dejar una enseñanza.
Si nuestros gobiernos tirantes del siglo XXI fueran fábulas ejemplares, con lecciones a la mano de los ciudadanos sensatos, entonces jamás volvería a espiarse a los magistrados, ni a estigmatizar a los antagonistas, ni a perseguir a los opositores, ni a intimidar a la prensa, ni a pedirle al ejército que cuente cuerpos, ni a abrirle la Casa de Nariño al paramilitarismo, ni a insinuar reelecciones de país revuelto, ni a amenazar con constituyentes que no vienen al caso, ni a desfallecer en el empeño de pactar la paz, ni a lapidar a los que votaron sí o votaron no, ni a llegar al Gobierno a hacer trizas el gobierno anterior, ni a despreciar el milagro del acuerdo del Teatro Colón, ni a mamarle gallo al estallido social que está a la vuelta de la esquina, ni a atrincherarse, ni a fabricar enemigos ni a servirle solo, a medias, a una cuarta parte de Colombia.
Después de esta presidencia extenuante que es mejor tomarse como un estremecimiento necesario que como un gobierno, y ha venido al caso no solo porque trajo la desilusión que nos conduce a la adultez, sino porque además ha cumplido con el deber moral de recordarnos que vivimos entre la desigualdad y entre la guerra, debería ser impensable esa Colombia de unos pocos dueños que se resista a las reivindicaciones, pero también un gobierno dispuesto a ser la oposición del Estado, empeñado en el desprecio de las luchas ajenas, rodeado de saqueadores del erario, extraviado en un pulso temible e inescrupuloso con los periodistas que se atreven a hacer ciertas preguntas: ¿por qué un presidente tan grave se permite la ligereza de tachar de nazis a sus enemigos o de llamar “periodismo Mossad” al periodismo que le saca la piedra?
Después de esta presidencia desafiadora, que también pasará de largo como pasa en el mundo hasta lo bueno, tendría que ser insostenible e insoportable otro gobierno que ceda a la tentación de la comunicación envenenada, megalómana, ad hominem, que suele poner en jaque a las sociedades desmoralizadas. El psicólogo gringo Marshall Rosenberg propuso en los años sesenta la “comunicación no violenta” que –ya que no generaliza, ni desprecia, ni juzga, ni amenaza, ni castiga ni elude sus propias responsabilidades– es capaz de abrirle paso a la convivencia. Rosenberg hablaba también de “comunicación compasiva” porque su propósito, de democracia cierta, era que ambas partes recobraran lo humano. Un liderazgo que empieza sus diálogos calumniando a sus interlocutores, en fin, no es un liderazgo, sino un sabotaje.
Tanto estudiar el fundamentalismo que nos ha reducido a matarnos, tanto denunciar La Violencia, el Estatuto de Seguridad, la Seguridad Democrática, para llegar al Gobierno a aniquilar periodistas.
Tanto pedirle al vecino compases de espera, tanto insistirle en que esta gente iba a ser capaz de reunirnos e iba a devolvernos la decencia, para uno aceptarle que es la misma gente.
RICARDO SILVA ROMERO