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El precio de estar vivo

Los desposeídos le apuestan todo cuanto tienen a unos piratas sanguinarios.

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Alrededor de 600 personas murieron en el mar Jónico, en el Mediterráneo, el pasado 14 de junio cuando viajaban en una embarcación ilegal. Durante días, los migrantes soportaron maltratos y abusos, tuvieron que beber agua de mar y hasta su propia orina, luego de haberles pagado a las mafias alrededor de 4.500 euros para entrar a territorio europeo. En el barco, donde se calcula viajaban unos 750 individuos en hacinamiento, los refugiados eran sobre todo sirios, afganos, egipcios y paquistaníes.
Si bien hasta aquí la tragedia ya es evidente, la peor parte de la historia llega cuando varios de los sobrevivientes insisten en que fue la guardia costera griega, al remolcar la nave a una velocidad desmedida, la que propició el hundimiento. Distintos testimonios aseguran que no fue accidental. Si bien algunos hicieron videos, los aparatos fueron confiscados. Esta no es la primera vez que la vigilancia griega se ve envuelta en un escándalo semejante. La emergencia en países donde la guerra, la persecución y la necesidad lleva a la gente a lanzarse al vacío en busca de tierra nueva.
Alguno de los entrevistados tras la tragedia dijo que había que pagar entre cien y doscientos euros adicionales por viajar en cubierta, alrededor de un millón de pesos. Quienes no daban ese excedente viajaban en bodega. Y, sobra decir, de la bodega fallecieron casi todos. Me dejó perturbada pensar que “la boleta” para lanzarse al mar a nadar durante horas y tener al menos una remota posibilidad de sobrevivir venía con una tarifa determinada. Más allá de la brutalidad de siquiera imaginar que la guardia migratoria de un país haya sido responsable de lo sucedido (la investigación está en curso), me aterra la idea de pensar que todo esto es el emprendimiento criminal de unas mafias.
Y es que la ilegalidad en medio de las crecientes crisis migratorias está disparada. Sin necesidad de ir tan lejos en el mapa, cientos de personas mueren cada año en el tapón del Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá, intentando llegar a Estados Unidos. La selva se traga cada vez a un mayor número de personas procedentes de China, Afganistán, India, Ecuador, Venezuela, Haití, entre otros. Se calcula que el aumento en el número de migrantes en 2023 es del 600 por ciento. Sin embargo, está claro que el subregistro impide contar con cifras certeras.
La desesperación de estas miríadas de personas que atraviesan el mundo huyendo de una realidad insoportable, desde el mar Jónico hasta el tapón del Darién, contrasta de forma brutal con la implosión del submarino con un par de billonarios a bordo en expedición para ver los restos del Titanic. Sin duda, un precio bien distinto debieron haber pagado los cinco fallecidos por adentrarse al fondo del mar a ver las ruinas de un cementerio donde hace un siglo murieron 1.500 personas en lo que era entonces considerado el barco más grande, moderno y lujoso del momento.
De nada valieron las advertencias sobre seguridad entonces, así como no valieron hace un par de semanas. A pesar de lo mucho que se les advirtió a los viajeros sobre la falta de garantías del sumergible, el material corrosivo, y tantas otras fallas evidentes para los expertos, el afán de conquista, gloria y poder llevó a repetir una escena trágica para conmemorar otra que tuvo lugar un siglo atrás.
Mientras aquellos que pagaron sumas astronómicas de dinero por adentrarse en una excursión donde ponían en riesgo su vida nada más por entretenimiento, los desposeídos le apuestan todo cuanto tienen a unos piratas sanguinarios que prometen llevarlos a tierras donde sufrirán menos y dejarán atrás la guerra o la pobreza. Por insólito que parezca, todo esto pasa en el mismo mundo, en el mismo año, en la misma semana, entre seres de la misma especie humana.
MELBA ESCOBAR
En Twitter: @melbaes

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