Las mujeres protagonistas de las novelas de Jane Austen suelen ser, como lo fue ella misma, mujeres inteligentes, fuertes, maravillosas, enfrentadas con la tragedia de la dependencia económica, en una era en que las fortunas podían ser heredadas solo por hombres. Incluso en familias adineradas, las mujeres dependían de la generosidad de los herederos para asignarles una mesada. El trabajo como fuente de ingresos estaba fuera de toda consideración para las mujeres de alcurnia, y el matrimonio era, entonces, la única forma de seguridad económica.
Las mujeres educadas tocaban el piano, sabían pintar, eran lectoras, conocedoras del arte y cuidadosas de las formas. Eran más cultas y seguramente más interesantes que muchas de las mujeres de hoy (al menos las de novelas adorables como Orgullo y prejuicio y Sensatez y sentimientos), pero no cultivaban habilidades para trabajar en nada. El matrimonio por amor era un sueño, pero, incluso sin amor, el matrimonio con un hombre adinerado era una necesidad y era el camino. No casarse podía significar quedar sumidas en la pobreza, incluso habiendo tenido una crianza en la abundancia.
Sin duda hemos andado un largo camino. No solo porque las mujeres hoy en día pueden heredar de sus padres. También y sobre todo porque ya no hay un estigma que castigue a la mujer trabajadora, y el trabajo significa la independencia económica y la posibilidad de entrar en relaciones donde el poder se encuentra mejor balanceado. Es una maravilla que hoy día la decisión de una mujer de entrar a la fuerza de trabajo o no hacerlo sea eso: una decisión. Vivimos con una cantidad de cosas que normalizamos y a las que no se les asigna el adecuado valor por lo mismo, pero que eran diferentes hace no tanto. A muchas de nuestras abuelas les tocó distinto.
El trabajo significa la independencia económica y la posibilidad de entrar en relaciones donde el poder se encuentra mejor balanceado.
Claro, como en casi todo en nuestros países, hay grandes diferencias a lo largo de la distribución del ingreso: el mundo de oportunidades de las mujeres nacidas en hogares más adinerados, de padres más educados, es muy distinto al de las mujeres más pobres. La tasa de participación laboral femenina aumenta con el nivel de ingreso del hogar. Es mucho menor que la de los hombres en promedio, pero lo es, sobre todo, para las mujeres más pobres cuando se las compara con los hombres más pobres.
Siempre me he preguntado si estas estadísticas son resultado de que muchas mujeres no reconocen su actividad como trabajo. Por ejemplo, no sé si las mujeres que trabajan en un negocio familiar del cual se deriva su sustento y el de sus hijos, sin recibir un sueldo, se reportan como ocupadas en las encuestas.
Sin duda, los hombres sí lo hacen. Somos distintos en un montón de cosas las mujeres y los hombres, y muy notablemente en la manera en que abordamos el trabajo. Tal vez, rezagos de una era en la que no éramos reconocidas como fuerza de trabajo y nuestra capacidad de contribuir a la generación de ingresos se desaprovechaba. Pero es una realidad que entre las mujeres menos educadas suele haber aún niveles más altos de dependencia.
La contracara de la baja participación en el mercado laboral es el surgimiento de un segmento cada vez más grande de mujeres educadas que eligen el mundo del trabajo y lo encuentran incompatible con la crianza de los hijos y con la idea de formar un hogar, un poco más a la antigua. Hay pocas que elijan cultivarse en artes, música y literatura como antes. Sueño con que se crucen con mis hijos mujeres multifacéticas y curiosas, un poco más complejas que la mayoría que están simplificando tanto los caminos que eligen. Yo creo que en todos los extremos se pierde. Tiene que haber un punto medio donde surjan mujeres modernas, donde puedan reconocerse los rasgos de las mujeres fuertes que de una manera tan magistral nos regaló Jane Austen.