Hace diez años fue perpetrada la masacre contra el semanario parisino Charlie Hebdo, que dejó doce víctimas fatales, incluidos seis caricaturistas. El motivo: la publicación de doce viñetas que ridiculizaban a Mahoma, y que para los islamistas radicales equivalía a una blasfemia contra el profeta. Esta acción duró menos de dos minutos, pero marcó un punto de inflexión en la historia universal de la libertad de prensa.
Luego de la matanza, y bajo la consigna “Je Sui Charlie” (Yo soy Charlie), multitudes de periodistas, políticos, artistas, gobernantes y ciudadanos de a pie se congregaron en plazas, teatros y avenidas de todo el mundo para condenar el atentado, darles una voz de aliento a los sobrevivientes de la revista y defender la libertad de expresión, pieza fundamental de cualquier sociedad democrática.
No obstante, desde entonces, lejos de fortalecerse, el ejercicio profesional de los caricaturistas se ha hecho más difícil, y no sería exagerado afirmar que su situación es crítica, cosa que resulta paradójica en un mundo en el que supuestamente internet y las plataformas y redes sociales iban a democratizar la información.
De hecho, quienes insisten en fustigar al poder a punta de trazos ven cada vez más reducido su campo de acción. Con el agravante de que el veto a los caricaturistas no es exclusivo de autocracias religiosas o dictaduras tropicales, sino que se ha vuelto común en países que solían defender a ultranza la libertad de prensa.
El veto a los caricaturistas se ha vuelto común en países que solían defender a ultranza la libertad de prensa.
Uno de los golpes más duros y que sentó un pésimo precedente lo dio en 2019 The New York Times, cuando decidió desterrar de sus páginas las caricaturas políticas, luego del revuelo que produjo una ilustración del portugués António Moreira Antunes en la que aparecía el presidente Donald Trump como un ciego, con una kipá en la cabeza y un perro guía que tenía la cara de Benjamin Netanyahu y una estrella de David colgada del pescuezo.
En el 2023 –tras el aleve ataque criminal llevado a cabo por los terroristas de Hamás el 7 de octubre–, el turno fue para el caricaturista Steve Bell, que fue despedido del periódico inglés The Guardian, en el que llevaba más de cuarenta años, por publicar un dibujo de Netanyahu “a punto de realizarse una operación quirúrgica (EN EL ABDOMEN) mientras usa guantes de boxeo, cuyas catastróficas consecuencias aún están por verse”. Era el comienzo de la contraofensiva de las fuerzas israelíes en Gaza, cuyas secuelas, en efecto, han sido catastróficas.
Y el 2025 fue inaugurado con la renuncia de Ann Telnaes, caricaturista de The Washington Post, luego de que le vetaron un dibujo que, según la autora, “critica a los magnates tecnológicos y de los medios que han estado haciendo todo lo posible por ganarse el favor del presidente electo”. En la imagen se ve a Trump recibiendo venias de Mark Zuckerberg, fundador y CEO de Facebook y Meta; Sam Altman, CEO de IA; Patrick Soon-Shiong, editor de Los Angeles Times; el ratón Mickey, símbolo de The Walt Disney Company, y Jeff Bezos, propietario del Post.
Desde luego, estos casos emblemáticos no son los únicos. La ONG Reporteros Sin Fronteras recoge múltiples denuncias “que ilustran la magnitud de las amenazas y restricciones a las que se enfrentan los periodistas satíricos” en lugares tan disímiles como Australia, Bangladesh, China, Colombia, Egipto, El Salvador, Guinea Ecuatorial, India, Indonesia, Jordania, Hong Kong, Nicaragua, Tailandia, Tanzania, Turquía y Uganda. En esta lista también toca incluir a Venezuela, país del que han tenido que huir varios dibujantes críticos de la dictadura de Nicolás Maduro. Según RSF, “diez años después, la protección de los dibujantes de prensa y de su libertad de informar sigue siendo una necesidad”.
Y razón no les falta. En todo el mundo, la caricatura afronta una crisis muy seria.