Una de las cosas más difíciles y opresivas de dedicarse a la política –Dios nos libre– debe de ser esa obligación permanente de parecer virtuosos, amables, compasivos, infalibles. Inventarse un personaje público que no existe, por bueno que sea quien lo proyecta y lo padece, a la vez su creador y su víctima, como en la historia de Frankenstein, un personaje forzado siempre a fingir la perfección.
Toda la vida fue un poco así, de hecho, porque el mito deslumbrante y venenoso del poder somete y esclaviza al que lo busca y lo persigue (y lo consigue, si es que lo consigue). Ese es el precio que hay que pagar, esa es la moneda de cambio de ese pacto con el Diablo: la alienación, la pérdida del alma. Los beneficios son muchos, quizá, o no tanta gente estaría tan interesada y enloquecida por el poder; pero los sacrificios son terribles también.
Sobre todo en las democracias, donde la conquista del poder es un juego de seducción y coquetería, por lo general bochornoso, en el que los ‘aspirantes’ tienen que ir a buscar el apoyo del ‘pueblo’, erigido así en una especie de tirano displicente y vanidoso que se deja complacer y cortejar, valga la paradoja, como la Reina de Corazones en Alicia en el País de las Maravillas.
Más ahora, mucho más, con la vigilancia de las redes sociales, que hace imposible que nadie haga nada sin que al segundo le dé la vuelta al mundo entero. Lo cual ha hecho que la hipocresía y el cinismo de los políticos, su falsa bondad y su falsa sencillez, su interés prefabricado y mentiroso en las cosas de la gente sean aún más repugnantes y evidentes. Pobres, también, pobres: más ancianos por cargar, más bebés por besar.
Pero lo peor sí es eso, fingir todo el tiempo que son intachables y puros; proyectar esa imagen de lo que no son ni serán jamás –repito: por muy buenos que sean– y que los deshumaniza y los vuelve unos pésimos actores de sí mismos. Por eso a veces tienen tanto éxito los que juegan a lo contrario, los que explotan su incorrección política y su brutalidad y su desparpajo y dicen a bocajarro: “Voten por mí que yo sí soy como soy”.
Los que no profesan esa desvergüenza, los que no son capaces de ‘mostrarse como son’ o lo hacen en el momento inadecuado, pisan campo minado. Fíjense si no en el pobre Armin Laschet, quien es muy probable que sea el remplazo de Angela Merkel en Alemania después de las próximas elecciones federales en ese país el 26 de septiembre. Un señor rubicundo y probo, un estadista serio y hasta gris. Un político, mejor dicho.
Lo peor sí es eso, fingir todo el tiempo que son intachables y puros; proyectar esa imagen de lo que no son ni serán jamás
Pues hace unos días lo captaron las cámaras en un ataque de risa durante una rueda de prensa del presidente alemán a raíz de las inundaciones en Renania. Laschet estaba al fondo, en un corrillo, y no pudo contener las carcajadas mientras Steinmeier, el presidente, decía sus cosas todo serio y compungido. Como en una película, como en una comedia: un plano trágico y tétrico, el primer plano, y atrás el delirio y el absurdo.
Yo a Laschet lo entiendo porque sufro de risa nerviosa ante las desgracias y ya sé que esa es una condición incurable y crónica. Además es involuntaria, una especie de mecanismo de defensa y evasión. Parece increíble pero es así: no hay enfermedad grave, ni sesión solemne, ni velorio ni discusión tensa que no suscite de inmediato (es mi caso) esa risa imparable y desesperada, esas carcajadas sin consuelo ni salvación.
Aunque el caso de Laschet es mucho peor y más dramático porque su risa nerviosa le puede costar las elecciones a su partido, lo puede tumbar del poder. Y ya están sus enemigos rondando como pirañas su barco a la deriva, ya las hienas se lamen los colmillos.
Por semejante idiotez, por dejar ver los hilos de su humanidad. Ríe si sabes, decía Marcial. Ríe si puedes, más bien.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
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