Otra vez hay una oleada de indignación en el mundo, muy justa aunque supongo que también fugaz, como todo hoy, a causa de una escena cada vez más recurrente y repetida desde hace meses, quizás un par de años: la de los turistas que van a los campos de concentración y exterminio que los nazis erigieron en Austria o en Polonia o en Alemania y allí se toman una foto como si fuera una playa, una fiesta, algo alegre e intrascendente.
Las imágenes son de verdad inconcebibles, como de mala comedia, tanto más repugnantes cuanto más festiva e indolente es la actitud de quienes aparecen en ellas, por lo general gente muy joven: una muchacha que se sienta en uno de los rieles de la carrilera del tren de Auschwitz (¡de Auschwitz!), sonriente y con la cabeza hacia atrás, cogiéndose el pelo y mirando al infinito a través de sus gafas de sol mientras el que parece ser el novio le toma la foto.
Una foto que podría ser en un yate en la Florida o en una piedra prehistórica en el Perú pero que tiene por escenario y por paisaje la que acaso fuera la máquina de la muerte más brutal de la historia, aunque a nadie allí parece importarle mucho ese dato: además de la muchacha de la carrilera –parece el título de una mala novela con grandes ventas, hay que escribirla– hay otra que se toma una selfie mientras está haciendo el símbolo de la paz y la boca de pato.
Lo suyo no es una afrenta ni es un desplante, ni siquiera es un acto de ignorancia o de maldad. No. Es el ritual, el hábito perverso y gratuito de una sociedad enamorada de sí misma.
No descarto que el día de mañana aparezca otra de estas imágenes en la que alguien esté jugando con la perspectiva y con las manos, como los que posan sosteniendo la torre de Pisa (clásico de clásicos) o encuadrando entre sus dedos a la pobre torre Eiffel a lo lejos, o, los más creativos y románticos, cogiendo el sol en alguna playa mientras llega el atardecer. No sería rara de verdad una escena así, viral y todo, en Dachau o en Mauthausen.
La indignación generalizada es la respuesta, por supuesto, a la inconsciencia de los que salen en esas fotos absurdas y casi sádicas, su aparente desprecio por un hecho histórico que parecía ser una categoría objetiva e indiscutible del consenso moral de la humanidad frente al horror del Holocausto y el nazismo. Banalizar esa experiencia, relativizarla en lo más mínimo, así fuera sin quererlo ni buscarlo, fue hasta hace no mucho algo impensable.
Aunque habrá quien diga que tanto escándalo es exceso de corrección política y sensiblería. Que cada quien se tome sus fotos donde quiera y como quiera; nadie tiene por qué juzgar a nadie, allá ellos comiendo algodón de azúcar en Auschwitz. Esa también es una forma de ver las cosas: por qué hoy hay tanta gente que vive rasgándose las vestiduras por todo; por qué nos enfurece que los demás vivan y actúen como se les da la gana.
Se trata, quizás, de una discusión filosófica y moral interesante, aunque a mí me inquieta otro problema, otro fenómeno, que esas imágenes revelan. Me refiero al del ocioso narcisismo que ya parece haberse tragado por completo a la humanidad, más allá, como en este caso, del desdén frente a la gravedad de la historia. Porque lo cierto es que esos turistas de Auschwitz –buen título de otra mala novela, ahora con película– actúan así en todas partes.
Lo suyo no es una afrenta ni es un desplante, ni siquiera es un acto de ignorancia o de maldad. No. Es el ritual, el hábito perverso y gratuito de una sociedad enamorada de sí misma y convencida de que todo es un pretexto para exhibir su vanidad, su opinión desaforada y necia, su importancia sin sentido ni razón. No es la banalidad del mal, ya ni siquiera es la banalidad del bien: es la banalidad de todo, lo cual es muchísimo peor.
Porque el día en que algo como Auschwitz se repita, Dios no lo quiera, también habrá idiotas sin consciencia tomándose selfis y posando para Instagram.
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