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Reforma política territorial

Del asunto tampoco se están ocupando los aspirantes a nuevos mandatos populares.

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No obstante las varias reformas políticas que hemos decretado –entre otras, las de los actos legislativos 1 de 2013, 1 de 2009 y 2 de 2015 y las leyes que los desarrollan–, vivimos las situaciones críticas que el proceso electoral en curso ha puesto de presente. Así ocurre porque las citadas reformas se han ocupado del régimen electoral, la financiación de las campañas y las normas aplicables a los partidos, temas que los congresistas pueden definir sin tener que tratar la fuente ni el origen de su poder territorial, concretamente el que tienen en los municipios y departamentos que controlan.
La descentralización que el país puso en marcha hace ya 30 años produjo inicialmente resultados alentadores. No todos los que de ella se esperaban, pero suficientes para continuar la tarea introduciéndole las correcciones y reformas que requiriera. Empezó a cambiar el mapa político del país con la elección popular de alcaldes y gobernadores, mejoró la cobertura y calidad de importantes servicios públicos y logró inversión pública en todo el territorio nacional. Así lo verificaron estudios del Banco Mundial y Planeación Nacional.
Cuando la clase política nacional se dio cuenta de que la descentralización fiscal y istrativa dotaba a las entidades territoriales de empleos y cargos para proveer, cuantiosos recursos para celebrar contratos y asignar partidas y atribuciones para otorgar licencias y permisos, decidió apoderarse de los municipios, distritos y departamentos. Trasladó a las elecciones regionales y locales todo su ‘know how’ electoral y las malas artes de la política. Con la complicidad de alcaldes, gobernadores, diputados, concejales y ediles, que son fichas suyas, desnaturalizó y pervirtió la descentralización, que cayó en manos de roscas y camarillas, a veces clanes familiares, que proceden como mafias políticas. La convirtió en sinónimo de politiquería y corrupción, clientelismo, derroche, malos manejos y nepotismo.
La clase política nacional controla las entidades territoriales por todos los medios a su alcance, porque son su hábitat natural. El poder político-electoral de la gran mayoría de congresistas depende del número de ediles, concejales, alcaldes, diputados y gobernadores que formen parte de su organización. Ahí está el origen de la corrupción política, que luego se convierte en corrupción istrativa porque las corporaciones públicas, a cambio de la ‘mermelada’ que reciben, no ejercen con independencia sus funciones ni controlan a gobernadores y alcaldes.
El Gobierno repite que los programas del posconflicto estarán a cargo de municipios y departamentos. Por eso habló de paz territorial. Pero no hizo nada para superar las situaciones denunciadas y convertir a esas entidades en la efectiva presencia del Estado en todo el territorio nacional e instrumentos de progreso y mejoramiento de la calidad de vida de sus habitantes. Ni siquiera presentó una sola propuesta que buscara solucionar el problema, porque no podía comprometer el apoyo de sus mayorías congresionales, que cohabitan con el desorden territorial.
Del asunto tampoco se están ocupando los aspirantes a nuevos mandatos populares, cuando es claro que el capítulo más importante de cualquier reforma política debe ser el de la reforma política territorial que cambie las reglas de juego para acceder al poder a nivel regional y local, para ejercerlo y para controlarlo. Cuando no habíamos hecho nada para empoderar a las entidades territoriales, López Michelsen dijo que “la descentralización es una de las claves de la guerra o de la paz”. Ya la hicimos en materia fiscal y istrativa, pero no está produciendo los resultados que debe producir porque no hemos hecho la reforma política territorial que la complemente y asegure los propósitos que la animan.
JAIME CASTRO

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