“Les ruego acepten y respeten nuestro silencio”, escribió María Claudia Tarazona, desde la cuenta de X de su esposo, Miguel Uribe Turbay. Su mensaje del domingo por la mañana nos lleva a una de esas salas perpetuamente iluminadas de las UCI, en donde no hay noche ni día, y el estruendo de las máquinas hace olvidar que el mundo sigue afuera, con planes que han dejado de tener importancia.
Mientras el país vocifera consignas, ondea banderas, busca culpables, pide declaraciones a los de siempre para dar –o inventar– noticias y, sobre todo, juzga a otros, una mujer está pendiente de la única noticia que importa. No tendría que rogar que la dejen en paz ni preocuparse por atender visitas de políticos que la tratan con esa “familiaridad” de reflectores, ni tendría que permitir, aunque quizás eso la tenga ahora sin cuidado, que el hospital les haya destinado una sala a esos “personajes” para que hablen con los médicos de poder a poder, como si mandaran también sobre la vida y la muerte.
Todos sabemos –o sabremos– que, en esos días de hospital, cuando el tiempo deja de avanzar en línea recta y funciona como una espiral, suelen aparecer ciertas visitas, y no todas son oportunas. Incluso acuden fantasmas que nos sitúan frente a una historia repetida, especialmente cuando creemos que no tiene nada que ver con nosotros. Quizás eso es lo que ha llevado a decir, desde el sábado, frases hechas del tipo “dimos un paso atrás” y a pensar que retrocedimos al siglo pasado, cuando veíamos asesinar a los candidatos presidenciales y mirábamos por televisión aquellas viudas y aquellos niños huérfanos que hoy son políticos y que tratan de escribir esas historias que les quedaron inconclusas a sus padres.
Nos parece “normal” –ay, esa palabra– verlos ahora: Galán, Lara, Pizarro, Cepeda, Uribe Turbay y tantos más, descendientes de una guerra que rompió su vida en antes y después. Si nos fijamos en las declaraciones de estos días, podemos ver un estremecimiento en su mirada cuando alguien los entrevista y les pregunta por los atentados de sus padres y salta, como esos juguetes de resorte que se ocultan en el fondo de una caja, el instante en el que les mataron a sus padres. Ese mismo trauma es, y será durante el resto de su vida, el del adolescente al que llaman sicario o “autor material” –las expresiones son elocuentes– que le disparó a Uribe Turbay, y del que se exhiben su identidad y su información familiar como si el reclutamiento de menores por las bandas criminales no fuera otra de las tragedias recurrentes de esta guerra y de la infancia en Colombia.
Esas tragedias que se activan cuando ocurre un atentado nos cuentan una historia que necesitamos oír
Esas tragedias que se activan cuando ocurre un atentado nos cuentan una historia que necesitamos oír y que, en vez de silenciar, según señalan con insistencia quienes buscan culpables instantáneos, tenemos que contarnos, una y otra vez, como sucede con los traumas. Y aunque es evidente que necesitamos buscar otros idiomas y otras formas de decir que no suelen ser cómodas, pues implican reconocer versiones silenciadas, la solución no es eliminar las que no se parecen a las nuestras.
Cambiar los hechos violentos por palabras es un aprendizaje paulatino del que no podemos esperar milagros, y que tampoco podemos estigmatizar sin haber practicado. En ese sentido, no solo parece simplista, sino peligroso, equiparar, según se ha repetido en tantas declaraciones, la “violencia verbal” con la de un asesinato. Precisamente, entre los cauces del lenguaje, y, por supuesto, entre los de la institucionalidad del Estado, y bajo su protección, es posible expresar posturas diferentes y saber también cuándo guardar silencio.
Que la risa hermosa de ese bebé al que hemos visto sentado en las piernas de Miguel Uribe les dé fuerza a sus padres.