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En la ruralidad, los derechos más fundamentales y los servicios públicos son privilegios.

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Estar de acuerdo con que a Colombia le hacen falta políticas estructurales para superar la pobreza, la desigualdad, la desatención del campo, la inseguridad y la protección del medioambiente no es cuestión de ideologías. Es puro sentido común. Pensar lo contrario daría cuenta de una profunda desconexión con la realidad.
Se puede entonces estar de acuerdo en que históricamente el campo colombiano ha padecido del abandono del Estado. En la ruralidad, el goce de los derechos más fundamentales y el a los servicios públicos es un privilegio. Los campesinos, además de estar física y digitalmente desconectados, han sido tradicionalmente desplazados, cuando no despojados, de sus tierras. Han padecido hambre y falta de oportunidades. De allí que cualquier ciudadano sensato pueda concluir que tener planes para el fortalecimiento de las economías campesinas, la regularización de la propiedad de la tierra, el fomento de los proyectos productivos colectivos, la construcción de vías de comunicación, sistemas de riego, electrificación o, incluso, la garantía de la seguridad alimentaria sea deseable.
Un colombiano desprevenido también podría advertir que en ciertas regiones del país siguen haciendo presencia actores armados ilegales y que en esas zonas desarrollan todo tipo de economías ilegales como el narcotráfico. El Gobierno, atado a una fallida política de drogas y a la renuncia de proyectos como la sustitución de cultivos, ha preferido castigar a los raspachines y promover estrategias que ponen en serio riesgo la salud pública y el medioambiente. Para ese mismo colombiano desprevenido es apenas lógico que, además de exigir una mayor presencia del Estado, se atienda socialmente a las comunidades y se combata las economías ilegales con una real oferta estatal y mediante la judicialización de los eslabones más fuertes de la cadena criminal.
Otro fenómeno que no pasa desapercibido para nadie, así muchos traten de justificarlo o minimizarlo, es el recrudecimiento de la violencia. El actual derramamiento de sangre es comparable al de los peores años del conflicto armado. Líderes sociales, excombatientes, poblaciones enteras azotadas por las balas y la muerte. Eso sin contar el desplazamiento masivo y el creciente número de desapariciones. Esa inseguridad que se vive en la ruralidad colombiana ha comenzado también a trasladarse a las ciudades. Cada día es más evidente que bandas organizadas que tienen vínculos con grupos armados operan en los centros urbanos. Nadie en sus cabales estaría en desacuerdo con buscar soluciones efectivas ante dichos fenómenos y así garantizar tanto la seguridad pública como la ciudadana.
El colombiano promedio resiente también la desconexión del Estado con sus necesidades. Aborrece la corrupción, la falta de representatividad, la ausencia de garantías para la participación política. Una sociedad que ha visto cómo se pierden los recursos públicos para alimentar a clanes políticos, o como se mata al contradictor y al líder impoluto, no dudaría en estar de acuerdo en la imperiosa necesidad de una reforma política que garantice una democracia sana, que refuerce las estrategias de lucha contra la corrupción y le garantice la vida a quienes aspiran a representar a sus comunidades. Le daría también la bienvenida a un Estado que le permitiera expresar pacíficamente sus inconformidades sin abusos ni estigmatizaciones.
Finalmente, y a pesar de los absurdos llamados a la impunidad rampante que comportarían las amnistías generales, el ciudadano promedio estaría de acuerdo con que las víctimas del conflicto tengan recurso a la justicia, a la reparación y sobre todo a la verdad de los abusos sufridos.
El ciudadano de a pie, ese mismo que entiende y padece los problemas acá descritos y que exige soluciones, estaría entonces integralmente de acuerdo con los acuerdos de La Habana. Desafortunadamente, los sectores que han buscado desesperadamente hacer trizas el modelo de justicia transicional han pretendido reducir la paz a tres letras: JEP. Saben que la mayoría desconoce las complejidades del documento pactado y, al tiempo, conscientemente explotan y cultivan sentimientos de odio alimentados por la misma ignorancia que promueven para acabar con el verdadero propósito de los acuerdos de paz.
Es mezquino engañar al pueblo. Promover un discurso maniqueo cuando en el fondo podríamos estar todos de acuerdo en que la paz va más allá de la Jurisdicción Especial para la Paz o de la Comisión de la Verdad. Lo que hubo detrás de la negociación fue el establecimiento de una hoja de ruta para el desarrollo del país. Un antídoto para combatir la desigualdad, la inequidad y la exclusión, que no son nada distinto a las verdaderas causas del conflicto armado.
No solo prospera la impunidad cuando no se castiga a los responsables de la guerra. Florece allá también donde el Estado es ausente. La violencia germina por causa de la indolencia de aquellos que, con tal de mantener sus privilegios económicos y políticos, están dispuestos a que nada cambie y a que todo siga igual.
Ñapa: lamentable que el Gobierno no tenga la dignidad suficiente para asumir la responsabilidad política por el escandaloso contrato del Mintic. Parece que se hubiera adoptado el lema: ‘El que la hace se atornilla’.
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI
En Twitter: @gabocifuentes
(Lea todas las columnas de Gabriel Cifuentes Ghidini en EL TIEMPO, aquí).

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