Como ustedes saben, nací en una ciudad de provincia en el norte de Francia llamada Ruan. Durante muchos años, después de irme a Colombia, trataba de visitar a mi madre con alguna frecuencia. A raíz de su muerte los viajes se hicieron menos frecuentes y le perdí la pista a mi ciudad natal.
En 1991, en uno de mis esporádicos viajes, mis hermanos me contaron que habían arrancado las obras de un metro de tres líneas. Me sorprendió el hecho, pues mi cuidad con sus suburbios alberga menos de medio millón de habitantes. Imaginé entonces una década completa de obras, de desvíos, inconvenientes en las rutas y todo lo que significa un proyecto de desarrollo a largo plazo.
En esos años, incluso agradecí vivir en Bogotá. En 1994, es decir, apenas tres años después, inauguraban la primera línea y la construcción de las otras dos. Ese año, cuando visité la ciudad no podía creerlo. Tan poco tiempo para resolver un problema concreto de transporte de una pequeña ciudad.
Vean ustedes: Ruan es una ciudad que está rodeada de pequeñas colinas, a la orilla del Sena y donde se asientan centenares de construcciones patrimoniales que atraviesan la ciudad, iglesias del siglo XII y una catedral de las más bellas de Francia. Las características del trazado debieron generar miles de problemas. Y sin embargo, el metro se hizo en cuatro años. El día que, con mis hermanos, lo tomamos para ir a cenar al centro, no lo podía creer pero mi orgullo de colombiana por adopción me hizo prudente en mis declaraciones. Algún día, en Bogotá, tendremos metro.
¿Por qué el interés común no ha podido prevalecer? No lo entiendo.
Uno de los libros que marcaron mi adolescencia fue la novela de Raymond Queneau Zazie en el metro. Escrita en 1959, relata las aventuras de una niña en un París surrealista. Esta chica tiene un problema: no conoce el metro por ser provinciana, pero siempre que intenta entrar a la estaciones están cerradas: o están en huelga, o el vendedor de tiquetes se ha ido, o la policía no la deja y sencillamente nunca puede entrar. Ese surrealismo es el que hoy vivimos en Bogotá. Siento que como Zazie, yo tampoco nunca podré tomar el metro de Bogotá. Las estaciones del metro, incluso en mi futuro incierto, estarán todas cerradas. Tengo ya casi 80 años y trato de entender lo que nos diferencia. No se preocupen, no voy a hacer un tratado sobre el origen del subdesarrollo. Pero si me lo preguntaran –y basándome en mi experiencia cultural en estas tierras americanas– diría, respetuosamente, que algo que me ha asombrado por años es la incapacidad de los políticos para construir proyectos de desarrollo a largo plazo.
Es decir, los miles de planes urbanísticos que arrancaron en los cincuenta, o las proyecciones de las distintas alcaldías, rojas, azules o de izquierda, proyectaron siempre un metro. Pero, por una extraña razón no hemos sido capaces de continuar lo planificado por los expertos.
Esto para mí es insólito. ¿Por qué el interés común no ha podido prevalecer? No lo entiendo. Y digo todo esto pensando en una mujer de a pie que vive en Suba y que trabaja en el centro de Bogotá. Esa mujer, con doble jornada de trabajo, que recorre la ciudad lentamente solo tiene un sueño: un metro que la lleve en 30 minutos a su casa. Así, quizás podría llegar a tiempo para revisar las tareas de sus hijos, hablar un rato con su compañero, regar sus matas que se están marchitando o simplemente recuperar un tiempo de autocuidado para ella misma.
Seguir lo ya aprobado: ¿es tan difícil? Sí, ciertamente exige algunos sacrificios mutuos, pero no es ni la mitad de lo que vive esta mujer cada día en nuestra ciudad.
FLORENCE THOMAS
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad