Cuando en 1868 la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional se vinculó al Hospital San Juan de Dios, este dejó de ser un simple nosocomio para comenzar a convertirse en una prestigiosa escuela médica. Con el paso del tiempo se colocó a la altura de los mejores centros hospitalarios de América.
Explicable, pues quienes asistían a los enfermos eran los más destacados especialistas de la capital, que a la vez se desempeñaban como profesores de la facultad. Sí, la enseñanza de la medicina estaba entrañablemente ligada al trascurrir del hospital. Esta simbiosis permitió que surgiera la afamada ‘Escuela Médica Universidad Nacional-San Juan de Dios’, donde se formaron centenares de promociones médicas de alta calidad científica y, sobre todo, humanitarias.
Siempre, a lo largo de mi ejercicio profesional y docente he pugnado por que los médicos, al tiempo que científicos, sean humanitarios. Precisamente, el ejemplo más aleccionador de humanitarismo en el campo de la salud nos lo dio a principios de la Edad Contemporánea un personaje que con su actuar alcanzó la condición de santo: San Juan de Dios. Me refiero a José Ciudad Duarte, nacido en Montemor-o-Novo (Portugal) pero que vivió en España, adonde llegó secuestrado a la edad de ocho años.
Abandonado luego, fue protegido por un sacerdote. Ya adulto se declaró el Buen Samaritano, recogiendo a cuanto enfermo encontraba a su paso. Por eso se le creyó loco, siendo recluido en el Hospital Real de Granada. Más tarde en esta ciudad fundó, con la ayuda de algunos buenos amigos, su propio y modesto hospital, con la consigna de que todo el que llegara allí sería tratado gratuitamente, con afecto y consideración. A sus ayudantes les decía: “Haced de cuenta que sois el enfermo”, queriendo significar que el que asiste al enfermo debe mirarse en este, ocupar su lugar.
Era ese el espíritu de la institución asistencial donde me formé como médico en la década de los cincuenta del siglo pasado, espíritu aupado por la circunstancia de que los enfermos pertenecían a las clases menos favorecidas por la fortuna. Sin duda, en esto radicaba el prestigio del San Juan.
Pudiera pensarse que revivirlo ya no tiene sentido, pues su clientela dejó de existir. Cuando advino la reforma del sistema de salud con la aprobación de la Ley 100 de 1993, el elitismo en ese campo inició su desaparición dado que los enfermos de caridad, de beneficencia, pasaron a ser responsabilidad del Estado, sin que esto significara que fueran a recibir la atención humanitaria y eficiente que se les prodigaba en el San Juan. La que también resultó damnificada con el cierre del hospital en 1999 fue la facultad de medicina, que perdió el generoso campo de práctica para sus estudiantes y de investigación para sus profesores.
Voy a referir una anécdota de las muchas que viví en la entraña de mi hospital. En 1976 fui encargado de su dirección. Dado que a los empleados y trabajadores se les adeudaban varias mesadas, decidieron adelantar un motín frente a la puerta de mi despacho. Consciente de que les asistía razón, me comuniqué telefónicamente con el recién posesionado gobernador de Cundinamarca y presidente de la Junta de la Beneficencia, Hernando Zuleta Holguín; le comuniqué lo que estaba ocurriendo y lo insté a que, como era su deber, se allegaran los recursos económicos que se les adeudaban a los amotinados.
Entonces montó en cólera y me dijo que era inaudito que yo no hubiera adelantado ninguna gestión ante un banco para que prestara el dinero requerido. Le respondí que sus palabras ponían de presente su desconocimiento del problema, pues el hospital no tenía cómo responder a ese tipo de compromisos. Ni siquiera tenía dolientes, solo deudas. “¡Queda relevado del cargo!” fue su respuesta, y colgó el teléfono. Me dirigí hacia la puerta, levanté los brazos en solicitud de silencio. Cuando lo hube conseguido les referí mi conversación con el gobernador. La reacción fue un grito unánime: “¡Abajo el gobernador!, ¡Viva el director!”. Me alzaron a hombros y me pasearon por el hospital.
FERNANDO SÁNCHEZ TORRES