Es el punto de quiebre. La escena del drama en la que, desalentado por el tamaño de la arbitrariedad, uno se dice “no cuenten conmigo”. A punta de trinos ponzoñosos, el presidente Petro, perito en generalizaciones letales, ha logrado que sus devotos odien a esa Fundación para la Libertad de Prensa –la vital FLIP– que cuestiona sus embestidas a los periodistas que cuestionan a sus funcionarios: “La FLIP no me representa”, repiten los fieles, pues asumen como dogma que los medios conspiran contra el gobierno, y dan por hecho que criticar es defender privilegios, y, en vez de releer las denuncias, prefieren creer que al líder sólo le queda ejercer “el derecho humano” de encarar calumnias: “Ha sido respetuoso”, dicen. Y el fin, que ya no suena a la democracia, sino al poder, justifica la aniquilación. Y entonces no cuenten conmigo.
La periodista Andrea Aldana advierte que los señalamientos de Petro a la FLIP “sólo consiguen vulnerar más las ya precarias condiciones de seguridad del periodismo regional”. La periodista Laura Ardila recuerda que la “mentira deliberada” del presidente enciende el clima en el que se han dado las cifras más altas –de las últimas dos décadas– de periodistas asesinados: “Respete y protéjanos, presidente”, le pide. Y la pregunta que sigue es por qué se permite ligerezas tan peligrosas un líder que defiende con coraje los derechos humanos. Ciertos periodistas caen en sensacionalismos y agendas secretas: todo mundo del mundo libra un pulso con la corrupción. Pero es una infamia marcar con el estigma presidencial, ¡tas!, a un oficio que ha dado la vida –en vano– por Colombia.
Qué tanto puede aceptar sus errores e incompetencias un gobernante que sufre el efecto Dunning-Kruger.
Por qué el presidente Petro se lanza a manchar a una periodista seria, María Jimena Duzán, que además ha sido particularmente justa con su gobierno, y luego, cuando la virulencia de su error salta a la vista, y es obvio que nadie le está pidiendo que calle ante la mentira, no sólo redobla su apuesta para enlodar también a la FLIP –o sea, a “la prensa” como una sola sombra larga–, sino para azuzar a los perros bravos del día. Todo prójimo es un misterio: es lo que vemos y lo que no vemos, y no queda más que interpretarlo. Y quizás el presidente reacciona así, inapelable e implacable, porque regresar del trauma de la persecución puede tardar toda una vida. O tal vez sea sagacidad. O acaso sufra el efecto Dunning-Kruger: las personas de bajo desempeño –dice un estudio, de Cornell, de 1999– sobreestiman sus propios talentos.
Puede que no crea en el Estado colombiano: si no es compasivo con el pueblo que no votó por él, ni acepta que su elección es un triunfo de esta democracia, ni perdona los logros de los demás progresistas, ni defiende en la ONU el milagroso acuerdo con las Farc, ni ite que la “paz total” debería impedir tragedias como la de Miravalle, ni deja atrás sus ambigüedades sobre el poder constituyente, ni desautoriza las lapidaciones a los periodistas que lo enfurecen, ni se siente cómodo poniendo en marcha un gobierno nuestro, es porque si lo hiciera tendría que reconocer que está al servicio de aquel Estado que fue su antagonista, y que aún objeta, y que sin embargo ha sido capaz de corregirse a sí mismo: pienso en la JEP, en la Comisión de la Verdad, en la Unidad de Búsqueda, y en los 6.402 falsos positivos que nos contaron.
Es el punto de quiebre: el capítulo de esta presidencia en el que lo leal es hacer las preguntas.
Qué tanto puede aceptar sus errores e incompetencias un gobernante que sufre el efecto Dunning-Kruger. Qué tanto puede reunirnos una voz capaz de incendiarlo todo hasta que le devolvamos la razón. Y qué tanto puede gobernar a Colombia, servir al país y negociar con los grupos armados un liderazgo que mira al Estado de reojo.