Muchos de los que vivimos en las grandes ciudades tenemos, al alcance de la mano, lo que queramos en el momento que lo deseemos. Veamos. Si estamos compartiendo con unos amigos en la casa y se nos acabó la cervecita, una aplicación en el celular nos resuelve la escasez en menos de 10 minutos. Si estamos aburridos, cualquier red social nos entretiene en cuestión de segundos y podemos quedarnos inmersos horas pasando un buen rato. Si nuestros hijos están cansones, nada como un iPad para tranquilizarlos. Y así podríamos quedarnos un largo tiempo recopilando ejemplos de lo afortunados y privilegiados que somos los citadinos contemporáneos.
Lo anterior, esa abundancia y conveniencia permanente, debería contribuir a nuestra felicidad. ¿Acaso no hubieran querido nuestros padres y abuelos haber gozado de la tecnología que hoy nos cobija? ¡Qué felices hubieran sido! Pero, mmm... ¿Estamos seguros de ello?
Expertos no concuerdan con esa visión y, por el contrario, llevan años alertándonos de que en las ciudades desarrolladas estamos más ansiosos y deprimidos que nunca. Jamás, dicen, habíamos estado tan aislados y alejados del resto de las personas. Quizás no nos hemos dado cuenta, pero cuando nos sumergimos en los celulares, al despertarnos, o en la mitad de una comida, o cuando estamos con nuestras familias o amigos, estamos sumergiéndonos de a poco en una oscuridad de la que cada vez cuesta más salir.
La periodista Lulu García-Navarro publicó ayer en ‘The New York Times’ una entrevista con la autora del libro ‘Dopamine nation’ (2021), la psicóloga de la universidad de Stanford, Anna Lembke, quien ha venido estudiando el asunto de manera detallada. “La vida moderna, con esa inundación de contenidos y alternativas, ha hecho casi que imposible la lucha contra la adicción digital”.
Tan solo miren a su alrededor y pregúntense cuántas veces les han pedido ustedes a sus hijos, parejas o familiares que dejen de lado el celular un ratico. Es una solicitud en vano. A los pocos segundos, todos vuelven a estar conectados, como si poco les importara lo que está a su alrededor. La tentación de la interacción con el celular es irresistible.
Cuando nos sumergimos en los celulares, al despertarnos, o en la mitad de una comida, o cuando estamos con nuestras familias o amigos, estamos sumergiéndonos de a poco en una oscuridad de la que cada vez cuesta más salir
La adicción no es solamente un problema de los menores de edad, sobre quienes solemos preocuparnos más, sino de toda la sociedad. Adultos de entre 30 y 50 años, por ejemplo, están atrapados en la pornografía y la “masturbación compulsiva”. Mujeres con poder adquisitivo, de todas las edades, no paran de comprar en línea. Los jóvenes, cada vez más aislados, viven más en los videojuegos que en el mundo de carne y hueso. Un estudio de 2024 indica que la generación Z, la de los jóvenes que nacieron entre 1997 y 2012, pasa hasta 7 horas conectada al celular. ¡Siete!
Estamos no ante problemas individuales, señala Lembke, sino ante un problema sistémico monumental, lo que es más complejo de abordar. “En vez de estar más preocupados por resolver los problemas de hoy, teniendo más herramientas y capacidades que nunca, hemos escogido masturbarnos más, comprar en línea y ver qué es lo que hacen las otras personas en redes. Nuestra energía la estamos consumiendo en internet y estamos llegando al punto en el que el mundo real nos parece aburrido, porque no hay nada que hacer ni gente en él”.
Supongo que nada de lo anterior es algo que no supieran, pero no está de más el recordatorio ocasional de que aún estamos a tiempo de tomar correctivos para no ser autómatas y desligarnos de nuestra humanidad. ¿Irnos de vacaciones sin móviles? ¿Salir con los hijos sin el celular? ¿Decretar dos días a la semana sin tecnología? Al fin y al cabo, la vida es apenas un ratico y cuando nos muramos, quienes mantendrán vivo algo de nuestro recuerdo serán nuestros seres queridos y no nuestros celulares. La solución la tienen hoy los padres de familia.
DIEGO SANTOS
Analista digital