Las airadas reacciones que en las redes sociales y en medios de comunicación ha generado el anuncio del fin de la política de censura en Facebook e Instagram reflejan los temores de los progresistas que en la última década han pretendido imponer su visión del mundo. No sería para menos cuando al amparo de la censura, bautizada en las redes sociales como "política de moderación" y de "lucha contra la desinformación", el progresismo silenció, expulsó y condenó al ostracismo digital las informaciones y opiniones contrarias.
Desde 2016 las plataformas de Mark Zuckerberg comenzaron a bloquear contenidos con el pretexto de que se apartaban de los estándares de la comunidad. Así dejaron por fuera millones de mensajes al calificarlos como ciberacoso, insultos, o "discursos de odio", por ejemplo. La tarea soportada en la inteligencia artificial y sus algoritmos, lejos de ser verdaderamente inteligente, provocó bloqueos automatizados. Zuckerberg reconoció que esos sistemas complejos llevaron a una censura excesiva y a la eliminación de contenido que no infringía las normas, afectando a millones de s.
El fact-checking o comprobación de hechos fue el otro mecanismo que Zuckerberg activó en su momento, a través de una colaboración con los medios para identificar contenidos conspirativos o de desinformación. Sin embargo, acaba de reconocer también que estos sistemas destinados a limitar la desinformación tenían "sesgos políticos".
No sabemos si se trata de la reconversión auténtica de Zuckerberg al credo original de Silicon Valley que reclamaba la libertad de expresión más absoluta, si es una decisión obligada solo por sus intereses económicos ante el triunfo de Trump o si se trata del reconocimiento de que las elecciones pasadas en los Estados Unidos son realmente un punto de inflexión cultural.
Pero de lo que sí se trata es de la obligación de enfocar este debate en la libertad de expresión como fundamento irrenunciable de la democracia.
A las redes sociales se las acusa de propagar discursos de odio y violencia y de difundir informaciones falsas.
No corresponde a un puñado de periodistas o funcionarios decidir cuál es la verdad oficial.
Es innegable que la cultura del enfrentamiento que se promueve en estas plataformas contribuye a una fuerte polarización del debate público, así como a la proliferación de actitudes sectarias. Sin embargo, no es la censura el antídoto para la violencia. Cuando se silencia la libertad de expresión, existe el riesgo de trasladar el espacio de catarsis mediática a las calles mediante métodos físicos más violentos.
Otra acusación contra las redes sociales: la difusión de noticias falsas. Seguramente, a través de las redes, las falsedades encuentran gran facilidad para propagarse, pero esto no quiere decir que antes de internet no tuvieran presencia en la esfera pública.
La Historia está llena de episodios de intoxicación informativa masiva cuya autoría correspondió a gobiernos y cuyos canales de transmisión fueron los medios tradicionales. Baste recordar cómo las fake news sobre la existencia de armas de destrucción masiva sirvieron para justificar la guerra de Irak iniciada en 2003 antes de Twitter y Facebook.
No se trata de ser relativistas: los hechos existen. Pero no corresponde a un puñado de periodistas o funcionarios decidir cuál es la verdad oficial. Las "notas de la comunidad", un sistema de corrección entre los propios internautas con fuentes verificadas, pueden ser mucho más eficaces que el sistema de fact-checking remunerado y con intereses ideológicos sesgados.
Así que sí, el riesgo de la libertad de expresión es ver prosperar mentiras en el debate público. Una libertad de expresión que estuviera reservada solo para los discursos verificados por el Estado o por quien sea dejaría de ser tal. Ningún régimen es perfecto, y todos deben ser vigilantes. Las redes sociales no pueden ser zonas de impunidad. Pero el mayor riesgo de la censura es ver prosperar una verdad oficial determinada por un número limitado de personas. Parafraseando a Clinton, ¡es la libertad de expresión, estúpido!