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El mal llamado oficio más viejo del mundo

Entre más marginal es el lugar que le adjudicamos más horripilantes son las calamidades que prevalecen.

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La prostitución no es el oficio más viejo del mundo. Esta creencia se la debemos al escritor inglés Rudyard Kipling—nacido donde surgieron muchas de las costumbres más británicas de los británicos, en la India—quien lo sugirió en un cuento de 1888 titulado ‘En la Muralla’. La idea luego, adquirió vida propia hasta convertirse en mito, como sucede con tantas otras frases de grandes escritores que no se detienen en las pequeñeces de la realidad.
Pero el que sí parece ser uno de los oficios más viejos y fallidos del mundo es el de acudir a la no-tan-santísima trinidad del prohibicionismo, el moralismo y la estigmatización al aproximarse a la prostitución. Sin ir muy lejos, en el siglo XIII, Luis IX ordenó que todas las cortesanas fueran expulsadas de Francia. En el siglo XVI, Enrique VIII optó, sin éxito, por el cierre de los burdeles de Inglaterra. En el siglo XVIII, la emperatriz María Teresa I de Austria prohibió la prostitución y que las mujeres asistieran a las tabernas o usaran vestidos cortos. Por la misma época, la Zarina Isabel I replicó en Rusia una fórmula semejante. Desde principios del siglo XX, en Estados Unidos, el lobby de la Unión Cristiana de Mujeres por la Templanza, parcialmente también responsable de la prohibición del alcohol y las drogas, consiguió que la prostitución se prohibiera en la mayoría de los estados.
Los ejemplos abundan, pero la conclusión es siempre la misma: el prohibicionismo no ha conseguido ni acabar con la prostitución ni mitigar sus efectos, mientras que sí ha logrado, con sorprendente eficacia, desplazarla a lugares cada vez más marginales, en donde quienes la practican padecen con mucha mayor contundencia los lastres de la explotación sexual. Parafraseando a Hegel, de la historia hemos aprendido que es poco lo que hemos aprendido de ella.
Y traigo esto a colación en vista de las recientes medidas tomadas por Federico Gutiérrez y Dumek Turbay, quienes hoy gobiernan a Medellín y Cartagena respectivamente, para enfrentar el manantial de tragedias por el que naufragan las víctimas de explotación sexual en ambas ciudades. Palabras más, palabras menos, las recetas por las que optaron los dos burgomaestres parecen apuntarle a desalojar la prostitución de los lugares de mayor renombre, los de mostrarle a los turistas—El Poblado, Provenza, La Plaza del Reloj y demás—, mientras que esta se desplaza de los ojos miopes de las autoridades para reubicarse en parajes clandestinos donde las víctimas son más vulnerables. Herederos, al fin y al cabo, del prohibicionismo. Más encima, las medidas estigmatizan y afectan a quienes ejercen deliberadamente el oficio y dependen de este para su sustento, además de que las y los impulsa a practicarlo en escenarios donde se acrecientan sus peligros.
Aunque no es el oficio más viejo del mundo, los registros más antiguos que tenemos de la prostitución se remontan a Mesopotamia, donde se practicaba en templos como parte de rituales religiosos, según fue documentado por historiadores como Heródoto. Si bien no se trata, en absoluto, de sugerir un retorno a la sacralización de la prostitución, esta referencia sirve para constatar el lugar cada vez más oscuro que le hemos otorgado. Y no es solo que la hayamos marginado por las dinámicas de explotación que en estos contextos imperan, sino más bien lo contrario es cierto: entre más marginal es el lugar que le adjudicamos más horripilantes son las calamidades que prevalecen, una dinámica que afecta desproporcionalmente a las poblaciones históricamente oprimidas por razones de género, clase, identidad sexual, raza, migración y demás. Por eso, al tiempo que denunciamos legal y moralmente a los victimarios que participan de la explotación sexual, tenemos que aceptar que el prohibicionismo no solo ha sido ineficiente a la hora de hacerle frente, sino también una de sus causantes.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO

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