De entre muchos signos preocupantes referidos a la seguridad nacional, quizás el más crítico tiene que ver con la pérdida creciente del control territorial por parte del Estado colombiano. Es un proceso en expansión, confirmado por numerosas evidencias.
Muy temprano, casi a mitad de la negociación con las Farc en La Habana, se advirtió de la necesidad de contar con un plan para ocupar los territorios una vez firmado el acuerdo de paz. Y efectivamente dicho diseño fue elaborado y en el mismo se determinaron aquello que dio en llamarse "victorias tempranas", esto es, aquel conjunto de acciones prioritarias que debían ser ejecutadas en los primeros cien días para, en principio, asegurar el control de áreas críticas.
No obstante, no fue así, y una vez más el Estado mostró su incapacidad histórica para hacer de los acuerdos de la paz una victoria realmente sostenible y duradera. Ahora, en presencia no ya de un clásico conflicto armado sino de múltiples violencias, extendidas en el tiempo y los territorios, con diversas y complejas dinámicas y actores, incluyendo una marcada tendencia hacia la degradación y la barbarie, el control territorial se constituye en un imperativo para la política de Gobierno y del ejercicio del Estado.
Me cuento entre los muchos que creemos que fue un gravísimo error de la istración anterior no haberle apostado decididamente a la implementación del Acuerdo de Paz de 2016 que ahora, un poco tardíamente, ha retomado el gobierno de Gustavo Petro. Y uno de los costos más elevados (no el único) de esa inisible desidia ha sido la pérdida del control territorial que, hay que decirlo, no es responsabilidad única del actual gobierno, aunque también la tiene.
El control territorial debe ser una estrategia de ocupación integral por parte del Estado, independientemente de negociaciones de paz o diálogos sociojurídicos con
los ilegales.
Es un lugar común, y no por eso menos cierto, el reclamo porque ese control territorial se ejerza como parte de una política de Estado realmente integral que haga presencia en toda la geografía nacional, pero especialmente en las zonas más conflictivas.
El planteamiento hecho de forma reiterada por el alto consejero comisionado de Paz, Otty Patiño, en el sentido de que la paz y la seguridad son ante todo producto de las transformaciones territoriales, apunta en la dirección correcta. Entonces, ¿por qué a la par de la paz total estamos en presencia de una expansión creciente de estas “gobernanzas criminales” que en muchas partes, especialmente en la ruralidad pero también en áreas urbanas, además de someter a la población terminan cooptando la ya de por sí precaria presencia del Estado comprando o sometiendo a autoridades civiles e incluso militares y policiales?
Algo parece no estar encajando bien en la ecuación de 'paz total' y seguridad nacional, o para decirlo en términos de algo a lo que hay resistencias en el Gobierno, entre "la zanahoria y el garrote".
Digámoslo con claridad: el control territorial debe ser una estrategia de ocupación integral por parte del Estado, independientemente de negociaciones de paz o diálogos sociojurídicos con los ilegales. Pero, inequívocamente, el esfuerzo comienza por el control militar y policial. Sin esa condición no hay ninguna posibilidad de que otras ofertas como las de inclusión social, a la justicia, desarrollo productivo, infraestructuras, etc., puedan hacer presencia efectiva y exitosa para transformar los territorios.
Ha dicho recientemente el presidente Gustavo Petro que 2025 será el año de la paz dialogada con esos grupos o, en contrario, el de su destrucción. Ojalá sea lo primero, pero en un escenario distinto se requerirá de un enorme liderazgo político y capacidades renovadas en las FF. AA. para imponer la fuerza legítima del Estado, que es otra forma de ganar la paz.