En el mundo y el país no hay solución más socorrida para los conflictos que proponer una educación para la paz. En efecto, todos concordamos en la importancia de la paz así como en el impacto de la educación. Lo malo es que cuando uno quiere ir un poco más allá del lema y el discurso, se encuentra con problemas no resueltos, y de muy difícil solución.
Tenemos bastante claro qué significa la paz, y entendemos muy bien qué es educación. Pero no creo que sepamos decir con seguridad qué es una educación para la paz. Se han escrito miles de páginas sobre el asunto. El documento guía es la Declaración Universal de Derechos Humanos, y la Unesco ha producido otros como el documento Delors (1996), ‘La educación encierra un tesoro’; la Declaración de la Cultura de Paz (1999) y, más recientemente, ‘Educación para la ciudadanía global’.
Colombia tuvo una de las iniciativas más dramáticas. Expidió una ley, la 1732 de 2015, que establece en forma obligatoria la Cátedra de la Paz en todos los establecimientos de educación preescolar, básica y media, públicos y privados, del país. Recuerdo un documento de más de 200 páginas, expedido por el Ministerio de Educación, preparado por expertos, que definía con gran detalle los estándares y las competencias para lograr en cada curso. Un programa con una precisión que envidiarían los docentes de matemáticas.
No creo equivocarme si afirmo que esos esfuerzos mundiales y nacionales han modificado muy poco la realidad; es un hecho que debemos reconocer. Hay otros hechos que parecen indicativos, como el que los países más pacíficos hoy, como Noruega, Finlandia y Dinamarca, son países ricos y bien educados. Pero no hay que caer tampoco en el error de creer que una asociación implica necesariamente una relación de causalidad.
Recuerdo el cuento de los estudiantes de estadística que encontraron que en Australia los ataques de tiburones y el consumo de helado crecían paralelamente. No era que a los tiburones les apetecieran más quienes comen helado; la verdad, detrás de la observación, es que en verano hace calor y la gente va a la playa.
Yo propondría un esquema de seminarios, con grupos de discusión pequeños que con acompañamiento lejano y leve de un educador se cuestionen sus realidades.
Hay otros hechos, como que uno de los lugares más pacíficos es Bután, un país pobre y no demasiado educado. También es claro que históricamente las mayores guerras del mundo han surgido en los países más ricos y más educados.
En un libro que escribí hace un tiempo proponía que la educación en la edad temprana, de cero a cinco años, debía ser denominada Educación Superior y que había que buscar otro nombre para la universitaria. Estoy convencido, y hay evidencias bastante buenas, de que es a esa edad cuando los niños aprenden mejor a respetar los derechos del otro, fundamento de la paz. Precisamente en esa etapa nuestro sistema educativo tiene grandes carencias en cobertura y calidad.
Ni la paz ni la moral se enseñan en cátedras formales. Máximo se aprende su historia y lo que pensaban algunas personas ilustres sobre esos temas. Es un hecho (otro más) que en la larga lista de nuestros corruptos hay muchos que fueron educados en instituciones donde les repetían diariamente los diez mandamientos, y eso no ayudó.
Las actitudes que deben ser apropiadas intensa y emocionalmente, como la paz y la moral, se benefician más de diálogos entre pares que entablen los educandos mismos. Yo propondría un esquema de seminarios, con grupos de discusión pequeños (investigaciones proponen que no más de nueve) que con acompañamiento lejano y leve de un educador, pero con reglas claras de respeto mutuo, se cuestionen sus realidades.
No se trata de mejorar conocimientos, sino de una transformación emocional que tiene más posibilidades de lograrse con preguntas y discusiones abiertas y libres que con respuestas y consensos.