En el enredo de burocracias que deja el último posconflicto colombiano proliferan las casas de la memoria, los museos del martirio, y se producen tomos y tomos, babeles de babas, con el relato de los pecados colectivos. Las secretarías para las víctimas y las oficinas para la defensa de las lenguas aborígenes producen pilas de documentos para las polillas. Los desenterradores sacuden las huesas para contarles las heridas a los restos. Y los legistas les adivinan las torturas que padecieron por los indicios del último rictus. Los novelistas y los telenovelistas repiten el anecdotario. Y lo vuelven a contar los que hacen películas. Sintiéndose unos nuevos Homeros.
La historia y la memoria son mucho más que los anecdotarios, los pormenores estadísticos y las confesiones que se llevan a los tribunales como pañuelos recién lavados. Y más que la retórica de los jueces que tasan las imposibles culpas, que la pantomima social, y las arcaicas venias del chimpancé vestido para la gala de la falsa esperanza, porque todos saben mientras se abrazan y firman los pactos que el futuro será más o menos igual. Porque no dependemos mucho de nosotros. A pesar de la invención agustiniana del libre albedrío.
Los historiadores que recordamos con más gusto, y los más creíbles, son los que decoran y adjetivan los hechos que pretenden contar sublimándolos en un estilo, con los ritmos verbales bien medidos y la densidad calculada de los períodos, aunque muchas veces acaben en el desbarre del que narra más de lo que sabe. Herodoto es escueto, rugoso. Tácito, frondoso y elegante. Tocqueville halla mucha mediocridad en la historia. No pocas veces en los parcos lo mismo que en los enjundiosos, esta va a dar sin remedio al ramplón chismorreo. O a la componenda descascarada del urdidor de mitos, por una paga o por mantener a salvo con su falso testimonio un prejuicio querido o una creencia que no se atreve a examinar.
Testimonio del tiempo, luz de la verdad, reflejo de la antigüedad, maestra de la vida, nombró a la historia Cicerón. Tal como lo calcó Cervantes, que encontraba más honor en haber sido soldado que en su fracaso como poeta, y por eso no lo avergonzaba saquear a los clásicos para poner sus palabras en la boca de un loco.
Voltaire creía que la historia era una exposición de crímenes y dolores. Pecaba de imparcialidad. La vida es bella a pesar de sus negruras y sus estallidos de mierda y pus. Los cataclismos sociales están enlazados con las crónicas de los romances y las fiestas que le dan al desorden una cierta inocencia. Se atribuye a Napoleón la definición de la historia como una fábula simple que todos aceptamos. Pero su biografía es más que una fantasía sobre la ascensión de un enano al poder absoluto para que conozca la derrota. También hay que contar los muertos que dejó, y los mutilados que se arrastraron pordioseando por las ciudades reducidas a polvo bajo los cañonazos de su revolución victoriosa. Napoleón es una figura cómica y bestial a quien el adulón de Ingres pintó ridículamente majestuoso ahogado entre armiños, y David mostró en los Alpes en un caballo hiperbólico, inverosímil en esos andurriales de queseros y cabras. Después de destestar las detestables coronas, de establecer un nuevo código civil que perfeccionara a Justiniano, el enano merecía el título de emperador humillando al papa y obligando a Beethoven a cambiar la dedicatoria de su sinfonía. Y también el aburrido peñón que le asignaron los ingleses a modo de moraleja. Se lo ha comparado con Bolívar. Es un abuso con ambos. Bolívar confesó que ocultaba la iración por Napoleón para evitar suspicacias. Cuando se lo conté hace tiempos a Santiago García, me dijo: Ay de los países que necesitan héroes. Y ay de los héroes, repuse yo. Me gustaría decir que fue una noche de luna mientras caminábamos por la calle 19 en Bogotá. Pero no fue así por desgracia.