Se aproximan las elecciones, tenemos cerca de sesenta candidatos de la presidencia y aun así parece que los problemas de representación continúan en nuestro país. Aunque parece haber muchas opciones, el desprestigio que el gobierno Duque le hizo a la institucionalidad es irremediable y, a su vez, es evidente en la creciente apatía política que promulgan los jóvenes y las clases más vulnerables.
Continuamente se repite el discurso desesperanzado de que es mejor no votar, bajo la justificación de que, al final, va a quedar un político que continuará con las mismas prácticas clientelistas que nos han llevado a las brechas socioeconómicas que padecemos y que parecen en un ascenso peligroso lejos de su final. Se afirma que lo mejor es no votar ni interesarse en los debates públicos, porque el país no tiene solución.
Sin embargo, otra gran parte de la sociedad asume este mismo análisis para justificar su voto por una opción de izquierda que se vende como radicalmente distinta, mientras maneja incongruencias en sus formas. En ambos casos estamos cayendo en el problema general de la democracia: por un lado, la mediocridad; y, por el otro, el fanatismo.
El fanatismo nos plantea una lucha ideológica en la que nadie está dispuesto a escuchar nuevas propuestas o voces. Los jóvenes rápidamente nos estamos volviendo como los adultos que tanto criticamos, que son incapaces de olvidar, de conciliar y de comprender. Es común que ahora los jóvenes, cercanos a una emocionalidad, producto de una tusa electoral continua y una falta de conexión con la institucionalidad, procedan a cancelar movimientos, partidos o personas sin si quiera escucharlos.
Esta situación hace que nuestra democracia no sea una lucha de ideas y de propuestas, aunque pensar que lo fuera del todo también es un poco idealista. Al electorado en general parece importarle más la imagen, motivo por el cual el fanatismo también nos lleva a una mediocridad de líderes y de nosotros como electores. Nos dejamos llevar por lo que replican los medios, por las ideas de un pasado que pesa sobre todos los candidatos y del desprestigio que oímos de forma continua en nuestras burbujas informativas.
Aquí no quiero hablar por los jóvenes, quiero hablarles directamente a ellos. Es nuestro deber construir un país y una política diferente, la cual no lograremos si nos dejamos endulzar el oído con propuestas vacías, si no escuchamos todo lo que los candidatos tienen por decir, y elegir el que más se acerque a nuestros ideales. No votar, por otro lado, es un acto éticamente reprochable, es permitir que la política siga siendo dominada por intereses lejanos de las problemáticas de la sociedad.
Debemos dejar de ver a los líderes como imágenes, memes, ídolos, demonios o dioses. Superar el prejuicio no es fácil, pero debemos intentarlo para enriquecer el debate y nuestros argumentos de elección. Debemos dejar de ser fanáticos de las imágenes porque están hechas solo con el fin de conectar con nuestra emocionalidad, con nuestro descontento, pero detrás no tiene nada. Por ello debemos interesarnos menos en el ‘qué se propone’ y mucho más en el ‘cómo se propone’.
Es nuestro deber escuchar las propuestas y entrever aquellos que son capaces de aterrizarlas a acciones concretas y conectadas con la realidad. No basta con decir que se acabará la pobreza o se darán empleos, debemos exigir planes de acción concretos y ver si están alineados con las finanzas del Estado. La política es emocional, la elección de nuestros líderes debe ser siempre un ejercicio racional, arduo y agotador.
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR