Es difícil encontrar un filósofo social de la talla de Jürgen Habermas. Su ‘Teoría de acción comunicativa’ es un singular instrumento para superar los discursos individualizados y egoístas de autoafirmación y provecho propio y avanzar hacia formas discursivas entre sujetos capaces de razón, de argumentación y de acuerdo “para poner lo que hay que poner y quitar lo que hay que quitar en el mundo de la vida en el que todos compartimos la existencia”. Y esa ética discursiva, comunicativa, consensual, democrática y pragmática es base y fundamento del derecho y del Estado de derecho, según otro de sus ilustres tratados.
Diálogo social, consenso manifiesto y acuerdo pragmático son bases mejores del Estado de derecho, anclado como estuvo o en la ley natural o en las costumbres o en determinaciones despóticas o en autoridad de tratadistas. La experiencia amarga de Estados de derecho convertidos en Estados hegemónicos explica las peores tragedias de la humanidad, comenzando por la cruz del Crucificado, a quien mataron la ley y el Estado de derecho: “Este, según la ley, debe morir”.
Explica también el alzamiento de las revoluciones contra Estados de derecho insoportables. O el actual distanciamiento generacional respecto de la institución Estado, de las organizaciones del Estado, de los partidos políticos refrendados por el Estado, de los procesos electorales para renovar los cuadros del Estado, de las clases políticas y de los intereses estatales. Explica las emergentes críticas frente al Estado de derecho y sus dirigencias, incluso hasta negar poder al poder establecido y devolverlo a los autores primarios de la democracia: la sociedad civil y las instituciones de base.
Mérito de la ‘Teoría de acción comunicativa’ es la revisión de la teoría del lenguaje y del discurso racional argumentativo y práctico en orden a la validez social de lo que se propone como norma, se decide en consenso y se ejecuta en acuerdo. Por eso los pactos del Estado de derecho deberán producirse y reproducirse en dinámicas permanentes de valoración social y en términos participativos, democráticos, racionales, consensuales. Eso permite que el ciudadano acoja con interés y simpatía las normas supremas del Estado de derecho en las que él mismo haya participado y convenido los términos del pacto social. Así, la carta constitucional de un Estado de derecho no es mejor por ser vieja, sino por recoger el acuerdo social, especialmente joven.
Hoy, entre nosotros resulta particularmente sensible la definición constitucional de Colombia como Estado social de derecho. Allí, más que raíces prusianas o nazis o socialistas, lo que se busca es la suprema inspiración de un Estado de derecho que sea lo que su nombre indica. Y Estado social dice referencia cierta y pragmática a la garantía de nacer, de educarse, de trabajar, de acceder a la propiedad, a la salud, a la cultura, a la defensa de la vida y de los bienes, al subsidio por pérdida de empleo, a la pensión cierta y justa. Solo que pactar para decirlo es pactar para hacerlo. Y pactar para hacerlo es pactar por poder hacerlo en un modelo cierto de economía social.
El día tercero del estallido social chileno, el presidente Piñera salió a detener el alza del transporte. Después ofreció subsidio a las pensiones. Luego, rebaja de matrículas escolares y luego, ajustes salariales. Chile al unísono clamó: no a las limosnas, sí al cambio de la Constitución Política que sustituya la de los Chicago Boys y garantice un nuevo Estado de derecho para después de los despotismos políticos y de las hegemonías mercantiles. Esa inspiración popular chilena bien pudiera atemperar en Colombia los temores fundados o infundados frene al Estado hegemónico venezolano, para avanzar con validez razonable y democrática hacia el Estado social de derecho.
ALBERTO PARRA MORA, S. J.