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La historia del policía que llega a general tras vivir el infierno del secuestro

El futuro general de la policía Vianney Javier Rodríguez fue rescatado durante la operación Jaque.

El coronel Rodríguez fue secuestrado por las Farc durante la toma de Mitú, hace 25 años.

El coronel Rodríguez fue secuestrado por las Farc durante la toma de Mitú, hace 25 años. Foto: Cortesía Policía Popayán

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Ese día supo que algo diferente venía en camino porque la comida cambió: le dieron pollo, lo que solo pasaba cuando tenía que grabar una prueba de supervivencia. Acababa de llegar, junto a otros compañeros de cautiverio, a una casa cerca del río Inírida. Hacía sol y eso también le pareció extraño: poder ver la luz del día, tan escondido que solía permanecer en lo más profundo de la manigua. Vianney Javier Rodríguez Porras —en ese momento subteniente de la Policía— llevaba casi diez años en manos de las Farc, tras ser secuestrado durante la toma de Mitú, uno de los más sangrientos actos guerrilleros en la historia del conflicto colombiano.
Rodríguez ya había soportado miles de días en cautiverio, así que podía detectar cuándo se respiraba un aire distinto. Lo confirmó al oír el vuelo cercano de helicópteros y ver que eso no generaba preocupación entre los subversivos. Era el 2 de julio de 2008. El día en que la operación Jaque los llevaría a la libertad. Pero hasta ese momento ni él ni ninguno de los catorce secuestrados con quienes estaba sabían nada. Los guerrilleros les explicaron lo que después se supo que era una puesta en escena de la inteligencia militar: que venía de visita una misión humanitaria, que los iban a trasladar, que necesitaban ponerse esposas y subir al helicóptero. Hubo una reticencia inicial. Pero él fue uno de los primeros en acceder a subir y ser esposado. Los demás lo siguieron. Qué más podían perder. Y ganaron: la libertad.
—Yo fui víctima hasta ese día. Hasta ese 2 de julio del 2008 —dice Rodríguez, hoy con el rango de coronel y elegido esta semana para iniciar el curso de ascenso a general—. Tan pronto acabó el secuestro decidí no volver a mirar hacia el pasado y poner mis objetivos en el futuro. Perseguir mis sueños.
Así lo ha hecho desde que era niño, en Acacías, Meta, donde nació en agosto de 1976. En su infancia ya estaba el deseo de ser policía, inspirado por dos primos que habían tomado ese camino. Sentía iración por ellos. Su padre, ganadero y dueño de una carnicería, quizás hubiera preferido que su hijo siguiera sus pasos y se ocupara de reemplazarlo en sus tareas. Pero Vianney Javier tenía claro su destino. A los 17 años tomó rumbo hacia la Escuela de Cadetes General Santander, en Bogotá. Su madre —tan católica que lo bautizó Vianney en honor a san Juan María Vianney, patrono de los sacerdotes— se lo encomendó a Dios. “Al comienzo fue duro. Separarme de la familia, dejar de ayudar a mi papá en sus tareas”, dice el coronel. Pero no se detuvo.
Cadete, alférez, subteniente. Ese último cargo era el que tenía cuando recibió de sus superiores la primera orden de traslado. Debía ir a Mitú, capital de Vaupés. Tenía 20 años y muchas ideas en la cabeza. De hecho, tan pronto llegó se puso manos a la obra para crear la primera compañía de auxiliares bachilleres de Policía conformada por indígenas y dedicada a acciones sociales en el municipio. Construyeron un ancianato, estaban reformando un colegio. Todo quedó en el olvidó tras la toma guerrillera, que destruyó lo que estaba en pie.
Rodríguez sabía que había llegado a una zona roja. La amenaza de una acción subversiva —en ese 1998, año de mayor número de tomas armadas en el país— estaba latente. Los 71 policías del comando de Mitú, encabezado por el entonces teniente coronel Luis Mendieta, tenían clara esa posibilidad. Habían organizado un plan de defensa en caso de que sucediera y cada uno sabía a qué sitió dirigirse y cómo actuar. A Rodríguez se le había asignado la misión de reaccionar en una garita que quedaba a unos cien metros del comando.
Un día antes de la toma, el 31 de octubre, los policías les habían celebrado el Halloween a los niños de la población. Organizaron un desfile de carrozas y mandaron a comprar helados en Villavicencio para repartirlos en la estación. Entrada la noche, Mendieta le avisó a Rodríguez que iba a cambiarlo de sitio ante un posible ataque: ya no iría a la garita, sino al aeropuerto. El subteniente le pidió que lo mantuviera en el primer lugar. No hubo forma: era una decisión tomada. “Es muy duro decirlo ahora, pero si hubiera ido a esa garita, no estaría hoy aquí. Todos los compañeros que cubrieron esa zona murieron en la toma”.
Rodríguez aceptó el cambio y se fue a cumplir el turno de seguridad que tenía esa noche de fin de mes. Debía estar atento hasta la una de la mañana. Pocas horas después sonaron los primeros disparos. Prácticamente todo el Bloque Oriental de las Farc —cerca de dos mil hombres— había llegado a Mitú para atacar a menos de cien policías en un comando y tomarse por primera vez la capital de un departamento. (“La primera vez y la última”, se apresura a aclarar el coronel Rodríguez. “La primera y la única”, recalca).
Los disparos los pusieron en alerta y cada uno tomó su posición. Rodríguez se dirigió a su nuevo lugar, en los límites del aeropuerto. Primero fueron disparos, sí, pero luego llegó lo peor: decenas, posiblemente cientos, de cilindros bomba que volaban por los aires y aterrizaban causando una destrucción inmediata. Mitú temblaba cada vez que uno de ellos llegaba a su destino. Los policías resistían como podían. El apoyo llegó muy tarde.
Con el peligro a sus espaldas, Rodríguez tuvo que dejar la zona del aeropuerto. Se fue a un colegio cercano y allí se resguardó, pero no pasó mucho tiempo antes de que ese lugar también cayera por la acción de los explosivos. Decidió volver al comando. Ya habían pasado más de doce horas de iniciada la toma. Pensó en la muerte. Era un joven de 22 años con los sueños intactos. “Uno siente mucho miedo —dice—,pero la adrenalina del momento, la calentura del combate, hace olvidar el temor”. En la estación todavía funcionaba un radio para comunicarse con el llamado “avión fantasma”, que podía darles apoyo aéreo. Rodríguez se comunicó y les pidió que bombardearan, que bombardearan, repetía.
—¿En dónde está la guerrilla? —le preguntaron.
—¡En todos lados! —respondió.
Lo siguiente que Rodríguez oyó no fue el apoyo aéreo, sino el grito de los guerrilleros que les ordenaban salir con las manos en alto. Amenazaron con quemarlos vivos si no lo hacían y, de hecho, vieron cómo ya empezaban a ubicar combustible cerca de la estación, casi totalmente destruida. Los policías salieron en fila. Los hicieron formar y luego los amarraron. Eran en total 61, ahora en manos de las Farc. “Lo primero que pensé fue que nos iban a fusilar. A todos”. Pero no: en lugar de un tiro vino el secuestro. Diez años de cautiverio.
El coronel Rodríguez padeció diez años de cautiverio. Fue liberado durante la operación Jaque, junto a otros 14 secuestrados.

El coronel Rodríguez padeció diez años de cautiverio. Fue liberado durante la operación Jaque, junto a otros 14 secuestrados. Foto:Héctor Fabio Cardona

Con la mira en el mañana

—Ellos tenían secuestrado mi cuerpo, pero no mi mente —dice hoy el coronel Rodríguez. De los 22 a los 32 años, vivió entre cadenas. Amarrado casi siempre, vigilado de cerca por un fusil, caminó territorios selváticos de Vaupés, Guainía, Guaviare, Meta, Caquetá, Amazonas. Comiendo arroz y lentejas. O lentejas y arroz. (Lo de la carne, ya dijimos, era cuando venía una prueba de supervivencia y pretendían ‘engordarlos’ rápido para que no se vieran tan acabados como estaban). Rodríguez aprendió a reconocer en qué territorio se movía, cuándo pasaba de un departamento a otro.
A veces lo sabía porque alcanzaba a oír murmullos entre los guerrilleros. Pero la mayoría de las veces él mismo lo descubría: había aprendido las características de la geografía de esa zona colombiana leyendo a Germán Castro Caycedo. Leyó sus libros cuando estaba en Mitú. Allá conoció a un indígena que trabajaba cuidando la planta eléctrica y que se dedicaba a leer la mayor parte de su tiempo. “Se llamaba Raimundo. Tenía muchísimos libros y me los prestaba. Él sale citado en un libro de Castro Caycedo, en El Alcaraván”, cuenta el coronel. Así, con lo que se le quedó en la memoria, se daba cuenta de que estaba yendo por el río Apaporis, o el Inírida, o el Guayabero. En fin. “Tantos ríos en esa selva inhóspita que nos tocó atravesar”.
Pensó en fugarse. Todos los días estudiaba la forma de hacerlo. Incluso estuvo a punto de concretar un plan una semana antes de la operación Jaque. Se enfermó cuatro veces de malaria. En una de ellas alcanzó a creer que se moría: de la fiebre tan alta se le paralizó parte de su rostro. Su cuerpo se debilitaba, pero no dejó que eso pasara con su mente. Apoyado en su fe en Dios, se concentró en vivir día a día en el cautiverio, sin dejar de soñar en su cabeza. “Planeaba. Pensaba en lo que quería conseguir cuando estuviera en libertad. Desde cosas materiales hasta formar una familia, tener hijos”. Sueños que lo sostuvieron en ese momento y que ahora se han hecho realidad. A partir del momento en que quedó en libertad tomó la decisión de empezar a construir su vida. De dejar huella y no guardar rencores. “Si uno vive con odio, no puede ser feliz”.
El regreso le significó un choque inicial. Desde lo más profundo y familiar, como ver a sus padres envejecidos, a cosas cotidianas como no saber manejar un teléfono celular. Pero él lo tenía claro: lo verdaderamente duro e inhumano ya había pasado. Tenía que dejar enterrado su carácter de víctima y comenzar a vivir. “Entendí que la única manera de nivelar ese tiempo perdido era estudiando y ahí puse mi objetivo”. Se graduó de policial con especialización en seguridad en la Escuela de Estudios Superiores de la Policía. Hizo una maestría en Estudios Políticos en la Universidad Javeriana. Desarrolló varios cursos con Naciones Unidas, centrados en la paz. Viajó a Estados Unidos e hizo una especialización para capitanes en el Colegio Interamericano de Defensa. “Allá conocí a mi sueño americano”, dice el coronel. Se refiere a Diana Silva, la mujer que hoy es su esposa y con quien tiene dos hijos.
Su desempeño lo ha llevado a tener en su hoja de vida 51 felicitaciones y 54 condecoraciones. Ha cumplido diferentes funciones, desde comandante operativo en el Meta (donde volvió a recorrer varios sitios conocidos, pero ya sin un fusil apuntando a su rostro) hasta jefe de seguridad en el Congreso de la República, cargo que ejerció de finales de 2019 a mediados de 2022. Hoy es el comandante de la Policía Metropolitana de Popayán. Por los pasillos del Congreso se cruzó varias veces con parlamentarios del partido Comunes (ex-Farc) y los miró sin resentimiento. De nuevo: lo suyo no es vivir en el pasado. Por algo su libro de cabecera es El hombre en busca de sentido, del psiquiatra austriaco Viktor Frankl, que después de afrontar la tragedia de un campo de concentración encontró la forma de mirar hacia adelante. Quienes lo conocen, valoran del coronel Vianney Javier Rodríguez su capacidad para encontrar la medida justa de las cosas, sin llegar a los extremos. “Me interesa generar diálogos”, explica.
Ahora está en camino de lograr el que para un oficial de policía es el mayor de los sueños: llegar a ser general. De cientos de nombres posibles, fueron elegidos diez. Y el suyo estaba entre ellos. “He tenido tres grandes momentos de felicidad en mi vida. El nacimiento de mi hijo, la recuperación de mi libertad y el más reciente, cuando me llamaron a mi grado de brigadier general”, dice. Claro: no se conforma con eso. Es un hombre de retos. Y por supuesto quiere más.
MARÍA PAULINA ORTIZ
Cronista de EL TIEMPO

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