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Un Maradona en la pared: la historia detrás de su mural en Bogotá
La familia Montejo le hizo un homenaje en pintura a su ídolo.
Quien se para enfrente de este Maradona le verá la mirada fija en el cielo, como si allí él mismo se buscara, o como si esperara la caída de una pelota desde las nubes. Le verá el pelo arremolinado, como si el viento no dejara de despeinarlo, y sus labios apretados, como conteniendo un grito de gol. También le verá su camiseta azul y blanca, pero solo del pecho para arriba, porque aquí el pie de la gloria y la mano de la burla permanecen escondidos. Es que este es un Maradona que solo mira para ser mirado. Un Maradona con cuerpo de concreto y carne de acuarela. Pero si el que lo mira se fija bien, le parecerá que ese Maradona sin movimiento, el que está ahí expuesto a la lluvia que lo baña y al calor que lo seca, está a punto de levantarse de esa pared para volver a jugar a la pelota.
Hace un año que ese rostro de Diego Maradona apareció en esa pared en Bogotá, en el barrio El Rosario, sobre la avenida NQS, costado occidental. Fue justo desde cuando el verdadero Maradona se marchó a ese cielo que su pintura ahora mira. Es un retrato fiel al original en su época de joven, en su época de futbolista, en su época de vivo. De lejos, desde un bus de TransMilenio o desde el puente peatonal que lo bordea como si fuera una tribuna, luce como un Maradona que se asoma por una ventana rosada a espiar la ciudad, como un cartel o una fotografía, pero ya de frente se ve que es un Maradona hecho de pintura, metido dentro de un rectángulo de pared, 2,20 m de ancho por 2,0 m de alto, que lo hace ver como un cuadro colgado bien cerquita del piso –que no es de césped aunque debería–, para que el peatón que pase por enfrente se detenga y lo mire, y lo toque si se anima, y le hable si se atreve.
El que lo mira verá a la derecha del rostro de Maradona un número 10 blanco sobre fondo azul, que es un homenaje a su historia con el Nápoles. Al otro costado verá una franja vertical azul y amarilla que cae como una bandera, y es por su pasado con Boca Juniors. Diego Maradona está en el centro de este cuadro de pared, con el escudo de Argentina tapándole su corazón de cemento, el pecho que se le nota inflado y lo hace ver imponente, como un almirante en pleno desembarco de conquista, o como si se alistara para cantar el himno de su país lejos de su país. Y si no es el cielo lo que miran esos ojos de cejas apretadas, deben ser los cerros bogotanos, o esa avenida que perturba su quietud. O acaso es que este Diego Maradona de pared busca en el horizonte el estadio El Campín, que le queda a pocas cuadras, como si la cancha lo siguiera llamando.
Mural de Diego Maradona en Bogotá, sobre la avenida NQS. Foto:Néstor Gómez / EL TIEMPO
Es mediodía de un caluroso viernes de noviembre. El sol está bien alto y sus rayos pegan de frente sobre ese rostro de Diego Maradona, que parece sudar pintura. La avenida frente a él está en pleno movimiento. Los peatones pasan de un lado al otro y no son indiferentes a este rostro que reconocen, o que han visto alguna vez. Un joven pasa en bicicleta, hace equilibrio para no caerse mientras su cuello gira para contemplar la imagen, y sonríe, como si recordara un gol o alguna maravilla de Diego. Una mujer viene del otro lado, paquetes en las manos, y mira la imagen por un breve segundo, y sigue su camino como pensando: ‘¿Dónde he visto yo a este señor?’.
Los carros que pasan medio frenan y sus conductores se asoman, y los pasajeros de los buses levantan la mirada amodorrada para contemplarlo o tomar una foto a la distancia, y quizás alguno se pregunte qué hace ese Maradona ahí, tan campante. ¿Quién lo hizo y por qué? ¿Qué queda ahí? ¿Acaso es un santuario maradoniano en Bogotá? La imagen de Diego Armando Maradona impacta en esas tribunas de asfalto.
Alfonso Pineda es empleado del lugar. Abre la puerta de vidrios oscuros, piensa que llega un cliente y sale a su encuentro, pero no, es por Maradona. Entonces sonríe, se rasca la nariz, invita a pasar, luego cierra con una tranca y dice que no es solo por seguridad sino para evitar el ruido de la calle. Ya adentro, uno se entera de inmediato de que este lugar, el que tiene a Maradona hecho cuadro en su fachada, no podía ser otra cosa que una marquetería de obras de arte. Hay un parqueadero, una oficinita, muchos marcos de diferentes colores y al fondo, un taller. No hay pinturas de Maradona, pero hay muchas otras, una colección de más de veinte diferentes dibujos de Mickey Mouse, un colorido Condorito, una foto de museo de Simón Bolívar. Incluso hay un cuadro de Gabriel García Márquez, que luce muy sonriente, aunque está escondido detrás de una columna. No como Diego Maradona.
—¿Por qué está Maradona en esta pared en Bogotá? —le pregunto a Alfonso, para salir ya de la duda.
Alfonso, de 60 años, jean, tenis y una chaqueta negra salpicada de pintura blanca, cruza las manos y dice que esos son cosas del patrón, del patrón y del hijo del patrón, que son muy aficionados al fútbol y a Maradona. Dice que toca hablar con ellos porque a él el fútbol no le gusta. Que lo suyo es la marquetería, que ahí él hace de todo, incluso atender a los periodistas que vienen a preguntar por Maradona, dice, y se ríe.
Sin embargo, cuenta que la pintura lleva un año ahí, que es muy vistosa, bonita y llamativa, que a la gente le gusta y a él también.
—Lástima que un día la rayaron, pero yo pensé que lo iban a dañar más —dice.
—Debe de ser que le tienen respeto.
—Sí. Yo creo que la gente ha respetado la pintura cuando ven que se trata de una persona tan importante —dice Alfonso, quien sin embargo reitera que él de fútbol no sabe nada, que no le gusta, y que lo suyo es la marquetería, ah, y cantar rancheras, que esa sí es su pasión, y como que afina la garganta.
En el hogar de Maradona en Bogotá no suenan tangos. Se habla de rancheras.
Homenaje a Maradona
Mural de Maradona en Bogotá. Un niño contempla la pintura. Foto:Néstor Gómez / EL TIEMPO
Por enfrente de este Maradona de pared hay más algarabía que en un estadio. Los buses de TransMilenio truenan, los taxis combaten los trancones con sus rugidos de pitos, las motos zigzaguean por calles y andenes; suenan sirenas de ambulancias o de policía, pasan tractomulas que dejan una espesa humareda que se mezcla con el polvillo flotante, y todo eso se lo traga el pobre Maradona de la pared. Diego es testigo de ese fragor diurno, de esos peatones que apenas lo miran, de algunos que lo insultan y otros que paran a tomarse una foto. También es vigilante de la noche, cuando solo quedan la oscuridad y los rumores de ese caos de ciudad. Así es este pedacito de lugar donde alguien decidió que Diego Maradona tenía que ser recordado, lejos, muy lejos de su patria, si es que Maradona tiene una única patria. ¿Pero quién lo hizo? ¿Por qué? Es hora de hablar con el patrón y el hijo del patrón.
Es sábado. El taller de marquetería estará abierto hasta la 1 p. m. Don Enrique Montejo llega al mediodía, a paso lento y con la cabeza erguida. Es el patrón. Lo acompaña su hijo Jorge. Son ellos, no hay duda; Jorge está enfundado en una camiseta de Argentina, una réplica de la del Mundial de 1986, y trae en las manos un cuadro de una página de EL TIEMPO dedicada a Maradona, del 2008.
El padre, cabello cano, 72 años, camiseta que no es de fútbol —dice que ya no hay de su talla—, tenis y chaqueta, aclara la voz, que es gruesa y pausada, y relata que todo se ideó en una reunión familiar, que papá, mamá e hijo plantearon que tenían que hacer algo para el relanzamiento de su marquetería, que lleva 40 años de existencia. El papá lanzó la idea con algo de duda, como quien hace un gol con la mano. “¿Y si hacemos una pintura de Maradona?”. El hijo, un fanático furibundo de Diego, celebró la idea, pero luego tuvo un arrebato de preocupación: “Algo de Maradona nos lo pueden dañar de una”, les dijo, aunque en el fondo sabía que la decisión ya estaba tomada, que esta idea de su papá tenía la lucidez del que hace un gol dejando a cinco ingleses en el camino.
Y se pusieron manos a la obra. La mamá propuso pintarlo con barba, con arrugas, como el Maradona que se marchó. El hijo dijo que no, que tenía que ser un Maradona en su juventud, un Maradona que la gente reconociera de inmediato. El del Mundial del 86, así, de frente, mirando con soberbia hacia las tribunas que ahora solo son este cielo bogotano.
—Primero pensamos en otro personaje, incluso en este cuadro de García Márquez, pero nos decidimos por Maradona —dice don Enrique, y señala la pintura del escritor.
—¿Maradona por encima de Gabo? ¿Por qué?
—Es que lo que yo quería hacer era una protesta contra la droga, porque acaba a la gente muy joven. Me pareció que el personaje para eso era él, para decirle a la gente: ‘Mire, se destruyó una persona tan célebre por la maldita droga’. Y, bueno, también lo hice por mi hijo, que sufrió mucho con su muerte.
Un millón de pesos, eso dicen los Montejo que les valió la idea. O al menos en eso la negociaron. El papá ó a algunos grafiteros y luego de descartar sus propuestas prefirió acudir a unas manos conocidas y expertas, las de unos artistas clientes de su negocio: los Bayona. Entonces la idea cobró vida y en un abrir y cerrar de ojos —o de manos— Diego ya era el vigilante de esa calle, para curiosidad de muchos y para molestia de otros.
—Al principio impactó mucho, la gente hacía fila para tomarse una foto. Se hacía trancón. Yo pensé: ‘En qué lío nos metimos’. Ja, ja, ja. La verdad es que esto lo hicimos con mucho amor —dice el papá Montejo.
Papá e hijo son muy aficionados a Maradona. Jorge, que tiene 29 años y es comunicador social, creció conociendo cada historia de su ídolo contada por su papá, y viendo sus goles, se volvió un irador de su juego, pero también de su rebeldía. Lo considera una celebridad, una especie de rockstar. Lo idolatra. Lo vio de cerca cuando vino a Bogotá en 2015 y dice que ese ha sido de sus mejores momentos.
—Su muerte me afectó muchísimo, me dio muy duro; no soy de llorar, pero lo hice, la gente incluso me llamaba a preguntarme cómo estaba, era como si se hubiera muerto un ser querido, alguien cercano —dice Jorge, y su voz tiene un aire de nostalgia—. Pero con estos homenajes uno se da cuenta de lo importante que es Diego. No sé si otra figura del deporte podrá generar tanto como él.
Jorge y su padre junto al mural de Maradona. Foto:Néstor Gómez / EL TIEMPO
Cuentan que el Maradona de Bogotá duró sin manchas varios meses, que los grafiteros rayaban las paredes alrededor, donde se ven frases sobre frases que ni se entienden, pero que a Diego no lo tocaban, era como si estuviera blindado por algún tipo de aura o de respeto. Sin embargo, un día, durante las protestas sociales de mayo de este año, apareció un rayón verde como una cicatriz en el rostro de Diego; decía ‘Violador’, y un par de equis rojas en los ojos, como si quisieran cercenarle la mirada. Son los gajes de ser una pintura de Maradona en Bogotá.
—Yo venía en un transmilenio cuando me di cuenta, y no lo podía creer. Me lo esperaba, pero me dio rabia. Es que ya había sobrevivido mucho tiempo. Mi papá, con su ingenio, lo corrigió un poco —cuenta Jorge, y se indigna.
Ahora papá e hijo salen del taller, y, bajo el sol de noviembre que no amaina, miran la pintura de arriba abajo, se acercan y la tocan. Se sonríen, orgullosos. El papá se mueve de un lado al otro para indicar que este Maradona tiene una perspectiva que lo hace visible desde cualquier ángulo de la cuadra, desde el peatonal que queda al sur o desde el taller de frenos que queda al norte. Y se fija en la reacción de cada persona que pasa y mira la pintura. Luego se ríe, como quien se acuerda de alguna buena anécdota. Y la cuenta.
—Luego de que hicimos esto, me llamó un amigo desde Estados Unidos y me propuso que hiciéramos acá una iglesia maradoniana, je, je, je, que él ponía el capital, que cuánto se necesitaba, ja, ja, ja, y yo le dije: “Donde ponga eso acá, me cogen esto a piedra y me acaban el negocio”, ja, ja, ja —recuerda don Enrique, y no para de carcajearse.
Y aunque no lo hicieron, como que la idea quedó dando vueltas por ahí.
Y al tercer día resucitó
Mural de Diego Maradona en Bogotá. Foto:Néstor Gómez / EL TIEMPO
La mirada de Maradona está fija. Las cejas queriendo tocarse, el ceño agrietado; los ojos, dos pepas negras, las orejas recortadas por el abundante pelo, la nariz en estado de alerta, como si respirara o algo oliera, y una boca que no esboza nada, ninguna sonrisa, aunque bien podría estar sonriendo por dentro. Este es un Maradona de gestos mínimos, pero es arte. Un poema de pared, como Benedetti diciendo que “Maradona es el dios del Fútbol. ¡Aleluya!”, pero en pintura. Es un rostro fiel al que fue real cuando lo retrataron, como si Diego hubiera posado para ser pintado por siempre, como un Cristo crucificado ante su Goya, como un Van Gogh ante su Van Gogh. Este es un Maradona ante la familia Bayona.
Ellos son artistas, caricaturistas, muralistas. Son Mariela Pineda, Martín Bayona y el hijo Martín. Ellos, que tienen una fundación de arte llamada Jóvenes con Talento, le dieron vida a la idea de los Montejo. No lo dudaron un segundo, ya antes habían pintado a Maradona, conocen sus rasgos casi de memoria. A Mariela, de hecho, le llama la atención esa mirada. Se siente cómoda pintándolo. Además, lo ira.
—¿Qué es lo que más le gusta de pintar el rostro de Maradona?
—Es que la expresión es muy chévere, el cabello crespo, la mirada aguda es bonita, sus arruguitas en la frente. Es bastante desafiante —dice Mariela.
El proceso fue veloz. Diseñar un par de bocetos, esperar el ok de los Montejo, plasmar la figura sobre rollos de papel kraft, como una plantilla, llegar a la pared una mañana calurosa, armados de batas, cachuchas, baldes y escalera. Primero pusieron una base blanca y luego a pintar con vinilos corrientes y pinceles. Comenzaron con el fondo rosadito, y cuentan que es rosadito porque querían darle un contraste con el azul y el negro, para que se viera moderno. Luego siguieron con la imagen de Diego. Día y medio pintando, con sus pausas, por aquello del sol que no perdona. Mariela, delineando el escudo de Argentina; su hijo, retocando el rostro. Entonces el esqueleto de Maradona fue cobrando la vida que había perdido. Y la gente fue parando y empezó a mirar con curiosidad al Maradona que mira.
—Esto fue genial porque es una figura pública, que todo mundo ira, aunque también tiene sus contradictores: mientras hicimos el mural pasaba la gente y nos felicitaba, que tan chévere, y otros insultaban, que para qué pintábamos a ese drogadicto. Para nosotros, las cosas personales son personales. Lo que quisimos resaltar fue lo que hace a una persona; no los errores, sino las proezas, porque fue un ídolo —dice Mariela.
Al final, cuando ya ese retrato estaba convertido en cuadro de pared, lo recubrieron con un sellante especial para protegerlo de las inclemencias del ambiente, de la polución, del sol, del polvo: de la ciudad. Mariela hace memoria y cuenta que lo pintaron como al tercer día de su muerte. Debe de ser que Maradona sigue los protocolos de la resurrección.
Una segunda vida en la pared
El mural de Maradona en plena calle de Bogotá. Foto:Néstor Gómez / EL TIEMPO
El Maradona de Bogotá no envejece ni se descompone; al contrario, ahora, un año después, luce otra vez radiante, rejuvenecido. Como si el tiempo de Diego fuera hacia atrás. Ya no tiene manchas en la cara ni rayones en los ojos. Ya no hay grafitis alrededor. El rostro es de museo, luce limpio, intacto, sin grietas. Es que los Montejo, motivados por el aniversario de la muerte de su ídolo, decidieron curar todas las heridas del mural. Como para hacerle otro homenaje, como para darle una segunda vida en la pared.
Mariela y su familia fueron los encargados de la reparación. Lo hicieron en otra mañana calurosa de sábado. Otra vez, la gente pasaba y los felicitaba, algunos se tomaban fotos con el Maradona rejuvenecido. Otros, indignados, lanzaban insultos y refunfuñaban.
—Es que Maradona sigue siendo polémico hasta después de muerto —dice Martín papá, que también es fanático de Maradona y también lo ha pintado muchas veces, aunque en caricatura.
A pocos días de que se cumpla el primer año sin Maradona, su pintura en Bogotá quedó impecable, como hecha por primera vez. Un año después de su nacimiento, este Maradona de pared está intacto, listo para ser irado por mucho tiempo más. Y es un Maradona que ya empieza a ser reconocido en la ciudad. Si alguien va para la marquetería de los Montejo, ya no tiene pierde: “Llegue donde Maradona”.
Así es como el ídolo se niega al olvido: así es como nace y nace después de muerto. Porque no importa lo que diga la lápida, Maradona en Bogotá sigue vivo. Basta con pararse enfrente de él para presentir que quiere salirse de ese cuadro detrás de una pelota que le cae del cielo, hacer una gambeta y tirar paredes con esa misma pared. Aunque el que lo mira sabe bien que él ya no se moverá, que seguirá estático porque ahora la quietud es su gloria, el arte de estar ahí para ser contemplado, sin movimiento, sin vejez, un Maradona al que solo la intemperie marchita, con su mirada estirada al cielo como quien mira un espejo y no se ve la muerte. Un almita con ojos llenos de polvo. Un Maradona al que la brisa acaricia pero no resfría. Un Maradona que mira para ser mirado. Un Maradona en la pared.