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Antes de leer fui oidora de las historias de abuelas: Yolanda Reyes

Entrevista con la autora, que ganó el XVI Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil.

Reyes, nacida en Bucaramanga, es la fundadora del centro Espantapájaros.

Reyes, nacida en Bucaramanga, es la fundadora del centro Espantapájaros. Foto: Nestor Gómez/EL TIEMPO

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No es gratuito que la escritora Yolanda Reyes le haya apostado a la literatura infantil como una de sus principales pasiones de vida. Y, además, que sea una gran contadora de cuentos que no solo hipnotizan a los niños, sino también a los adultos.
De niña, como podría afirmarse que les ocurre a casi todos los pequeños, Reyes se maravillaba con los cuentos que se relataban de manera oral, como lo hicieron las primeras civilizaciones. Una fórmula infalible, sin duda, para estimular la mente de un niño y sembrarle el amor por los libros.
“Fui lectora desde la infancia, y antes de leer, fui oidora de las historias de mis abuelas: de esas formas de contar, casi cantando, que tienen las santandereanas, y creo que las abuelas, en general, y todos los adultos cuando envuelven entre historias a los niños. Yo necesitaba palabras, y pedir cuentos era una forma de no quedarme sola”, le contó a la escritora a EL TIEMPO, por estos días en que está tan feliz.
Y no es para menos. Reyes acaba de ganar el XVI Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil, uno de los más prestigiosos en esa categoría en lengua española.
“La escritora colombiana fue reconocida por la versatilidad de su obra y por su trayectoria, caracterizada por una literatura profundamente humana”, informaron los organizadores del premio.
Para Reyes, nacida en Bucaramanga, este premio es un merecido reconocimiento a toda una vida apostándole a la niñez, como lo han hecho otros colombianos que también lo recibieron, como Gloria Cecilia Díaz, en 2006, e Ivar Da Coll, en 2014.
“Las buenas noticias caen mil veces mejor este año. Y con muchas ganas de escribir”, es su sentimiento sobre este reconocimiento.
Reyes, fundadora de la librería y centro de lectura infantil Espantapájaros, es una de las escritoras más destacadas en el campo de la literatura infantil, cuya obra abarca el ensayo, el cuento y la novela; pero también las facetas de editora, promotora de lecturas, librera, bibliotecaria y conferencista.
Muchas de estas pasiones, porque ama todas sus facetas, también le llegaron de la infancia. “Solíamos ir a librerías como Buchholz y recuerdo haber pasado las tardes de los sábados perdida entre pisos y anaqueles, sin tropezarme con nadie de mi familia, cada uno absorto en sus propios recorridos, escogiendo un libro. Entre esos pasadizos aprendí a encontrar la salida, y yo, que soy tan desorientada, me oriento perfectamente en una librería o en una biblioteca de cualquier ciudad. Solo entre pasillos de libros pierdo el miedo de perderme”, dice.
¿Qué libros infantiles la marcaron de niña?
Los cuentos de Andersen (desde entonces releo El patito feo), los de Calleja y los de los hermanos Grimm; Las mil y una noches y los cuentos, tan tristes y tan bellos, de Oscar Wilde. De novelas, recuerdo todavía Corazón, de Edmondo de Amicis, y Heidi, de Johana Spry (y un poco menos, Mujercitas). Y todas las series de Enid Blyton que devoraba y que eran los Harry Potter de mi tiempo. Un poco más adelante, los cuentos de Saki, que fueron el antecedente de mi amor por Roald Dahl y luego, a los quince, El extranjero, de Camus.
¿En qué momento se decide por la literatura infantil y juvenil?
Cuando trabajé en la biblioteca de la Fundación Rafael Pombo, en Bogotá, en el milenio pasado, ¡en 1986! Me contrataron para crear una sala de lectura y me entregaron unas estanterías de colores, unas cajas de libros y la tarea de seleccionar literatura para que los niños se enamoraran de la lectura, en un momento en el que empezaba a circular y a conocerse la literatura infantil contemporánea en Colombia. Entre esa casa de La Candelaria y la de la Asociación Colombiana para el Libro Infantil y Juvenil, situada a unas pocas cuadras, descubrí a Roald Dahl, a Maurice Sendak, a Christine Nöstlinger, a Gianni Rodari, a Astrid Lindgren y a Lygia Bojunga, entre muchos más, y yo, que había estudiado educación y literatura, no salía de mi asombro por semejante ‘descubrimiento’. ¡Cómo era posible escribir así; en dónde había estado antes, sin haber leído a un maestro del sarcasmo como Dahl o a una autora como Nöstlinger, que hablaba desde el fondo de la vida de los jóvenes contemporáneos! Mientras les leía a los niños, comencé a escribir casi como un homenaje a ese cambio de mirada alrededor de la literatura infantil y, por supuesto, alrededor de la infancia. A excepción de Alicia, de Carroll –que disfruté mucho más en la adultez que durante la infancia–, en la universidad nunca se consideró que un “libro para niños” mereciera ser objeto de estudio. Y temo que, con algunas excepciones, en Colombia es una idea arraigada todavía.
Reyes también es investigadora, ensayista, librera y bibliotecóloga.

Reyes también es investigadora, ensayista, librera y bibliotecóloga. Foto:Nestor Gómez/EL TIEMPO

¿En qué obras suyas se reflejan esos “descubrimientos”?
Yo creo que no habría podido escribir los cuentos de El terror de Sexto B sin esa fascinación por Dahl, ni Los años terribles sin la mirada descarnada a la adolescencia de Pressler y Nöstlinger, que venían del desencanto de la posguerra en Europa. Esos maestros me dieron un empujón que me hacía falta para romper con esa idea didáctica ligada a la literatura infantil (“infantilista”) de la que aún quedan rezagos en Colombia, y para buscar el corazón de la infancia. Pero no me refiero al cliché de la infancia edulcorada, sino a la mía, a la tuya o a la de los que ahora están creciendo, que dista mucho de ser un paraíso. A esos autores les debo también mi preocupación por buscar un lenguaje que no sé bien cómo describir, pero que es el ‘objeto del deseo’ de la literatura infantil: esa sencillez y esa frescura de autores como Astrid Lindgren o Maurice Sendak, que reconocen la inmensa sensibilidad y la lucidez de los niños, pero sin ‘sobreactuarse’; con una economía y una precisión que los agarran para que se queden hechizados, porque los niños suelen ser impacientes y hay que cautivarlos en el hilo de la historia desde el comienzo. Si no, salen corriendo.
Es columnista de este diario, autora de novelas para adultos, de libros para niños y jóvenes, y de ensayos sobre lectura y literatura. ¿Cómo concilia esos registros?
A veces he llegado a pensar que son irreconciliables, lo que no me disgusta del todo porque eso me propone desafíos distintos, y el no tener ‘un nicho’ me da cierta libertad para no sentir la presión de encajar (o de ser aceptada o encasillada) en un campo único. No soy ni la típica columnista ni la escritora típica, y esto de andar entre niños hace que mucha gente no me tome en serio. Por darte un ejemplo, aunque llevo casi veinte años firmando una columna de opinión en este diario y he escrito quizás más páginas dirigidas a los adultos, suelo ser presentada como “la escritora infantil”, como si el resto del trabajo no contara. Sin embargo, yo creo que todo lo que escribo y también mi trabajo cotidiano en Espantapájaros, alrededor de la educación literaria, tienen en el centro una mirada que aprendí a ejercitar durante las largas conversaciones con los niños, que me lleva a desbaratar lo que está hecho –incluso, o especialmente, las palabras–. Si alguien me lee con cuidado, tal vez encuentre esa conversación con la infancia –que no está lejos ni en otro lugar, sino que anda siempre con nosotros–, en una novela ‘para adultos’ como Qué raro que me llame Federico o en Volar, que es una novela breve para niños, o en los ensayos de La poética de la infancia. Es una infancia que se revisita y está siempre en movimiento, como la memoria, y que nos habla durante toda la vida. Una columna de opinión o un cuento para niños quizás estén conectados por ese intento de hacer preguntas, para entender el mecanismo, como hacen los niños cuando desbaratan los juguetes.
A los niños hay que dejarlos leer y probar, y darles de leer: es decir, que haya voces y abrazos de palabras y cuerpos que les canten y les cuenten historias a los niños.
¿Recuerda alguna anécdota que la haya impactado (simpática o dura) cuando les leyó a los niños algún libro de hoy?
Un reflejo, quizás, pero con luces y sombras indirectas y con muchas zonas de penumbra, como sucede en la escritura literaria, que no ‘es para’ una edad ni refleja una realidad determinada, sino muchas, según la luz y el foco, y las miradas... Hago esta salvedad porque me parece que así como antes un libro para niños se valoraba en función de su moraleja o de su ‘mensaje’, ahora parece bastar con que aborde un tema de la realidad social, o algo que antes se consideraba tabú, para ser visto como valioso desde el punto de vista literario. Veo muchos libros que, como decía Astrid Lindgren, parecen escribirse guiñándoles el ojo a los adultos para que iren una supuesta profundidad que no siempre se logra y que deja indiferentes a los niños. Para contarte una anécdota que demuestra lo contrario, pienso en Ahora no, Bernardo, de David McKee, un autor e ilustrador con esa misma genialidad que tienen los ingleses para hacer libros para niños. El libro es la historia de un niño, Bernardo, que les avisa a sus padres que un monstruo en el jardín se lo va a comer, pero los padres, que están ocupadísimos en una cantidad de tareas domésticas, le contestan con la misma frase y siempre sin mirarlo: “Ahora no, Bernardo”. La historia no termina nada bien y, sin embargo, los niños la adoran. El diálogo entre las pocas palabras y las ilustraciones crea un libro-álbum perfecto, con un humor negro que fascina a los niños de tres años, a los jóvenes de quince o a cualquier adulto. (¿Quién no le ha dicho ‘ahora no’ alguna vez a un niño, o a quién no se lo han dicho?). Pero la genialidad de McKee no está en el tema, sino en ese cruce entre el humor negro, los colores, la tragedia y la comedia, que tiene tantas capas y posibilidades de lectura. Los niños muy pequeños se lo saben de memoria, y hay experiencias con adolescentes víctimas de reclutamiento de menores que se han sentido “reflejados” en ese libro-álbum, creado en un país y en un contexto tan distintos. Eso es lo impresionante de un libro: cuando refleja algo que es solo del lector que está mirándose, y que ni siquiera su autor planeó que le fuera revelado.
Una pregunta obligada de cualquier padre es: ¿cómo hacer que sus hijos amen la lectura?
Lo que hacemos en Espantapájaros, tanto en la librería como en el jardín infantil y en todos los talleres, es dejar los libros bien cerca de los niños, en estanterías bajitas a su alcance, desde el comienzo de la vida. Dejarlos leer y probar, y darles de leer: es decir, que haya voces y abrazos de palabras y cuerpos que les canten y les cuenten historias a los niños. Ese triángulo amoroso que une un libro con un lector necesita de alguien en el medio para conectar la emoción de esas dos vidas que se encuentran. Y ahí en el medio, entre la vida del niño y la del libro, está ese adulto que cierra el triángulo y oficia el encuentro con una voz y un abrazo. Es más sencillo y ocurre mucho más pronto de lo que solía pensarse antes, pero dura el resto de la vida. Lo puedo decir con las primeras palabras de La poética de la infancia: “Todo comienza en una habitación iluminada por una lamparita con alguien que nos cuenta un cuento o, mucho más atrás, con una voz que nos arrulla cuando aún no tenemos las palabras”.
CARLOS RESTREPO
CULTURA Y ENTRETENIMIENTO

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