Hace poco alguien me preguntó: ¿Qué es lo que más iras de tu padre?
No es la primera vez, y siempre que me hacen esa pregunta, siento que no doy en el blanco de la respuesta. Nunca alcanza el tiempo para decirlo todo, o quizás es una reunión social donde es difícil entrar a fondo y en materia. Pero mi padre hoy cumple 90 años, y no es mal momento para coger el toro por los cuernos y aventurar una respuesta.
iro su vocación y tenacidad. Mi padre nació en la penuria (su propio padre murió cuando él tenía cuatro años de edad), y a los quince años él ya sabía que quería ser pintor. Pero Medellín en 1932 era un ambiente difícil para un joven artista, sin museos ni estímulos, y él sabía que su decisión lo condenaba a morirse de hambre. Aun así jamás dio su brazo a torcer, y jamás se ha desviado un milímetro de su norte, trabajando cada día de su vida, durante horas y de pie, y sin tomarse siquiera unas vacaciones.
iro que mi padre ha creado un estilo propio y original. Fernando Botero es uno de los artistas más reconocibles del mundo, justamente por la originalidad de su estilo. Y la razón por la cual eso importa es porque el estilo encarna la suma de ideas del artista; el conjunto de convicciones acerca de la luz, del tema, del color, la línea, la composición, la forma, etc; todos los elementos que conforman una obra de arte. Como dijo Miguel Ángel: “Un artista pinta con el cerebro. No con las manos”. Por eso una naranja pintada por Cézanne, Picasso o Van Gogh es diferente, y salta a la vista que esa naranja la pintó, en efecto, Cézanne, Picasso o Van Gogh. ¿Por qué? Por el estilo. La creación más importante del artista. Y se aprecia en un instante. Por eso mi padre dice que cada una de sus obras es una declaración de principios.
Fernando Botero fue autodidacta por necesidad. Tan pronto se ganó un dinero con un concurso de pintura, viajó a Europa para estudiar los grandes maestros del arte. Ahí descubrió el Renacimiento, y en Madrid y Florencia copió los mejores cuadros para venderlos a la salida de los museos. Pero solo en 1956, en la Ciudad de México, mientras pintaba una mandolina con formas abundantes, al trazar el agujero del sonido más pequeño de lo normal, fue que él vislumbró la semilla de su estilo: la exaltación del volumen y la monumentalidad de la forma para comunicar sensualidad y deleite estético.
Mi padre opina que los objetos en la naturaleza carecen de una dimensión excepcional, y cada artista enfatiza un elemento para comunicar esa dimensión singular. Bonnard y Matisse, por ejemplo, eligieron el color; Botticelli y Modigliani, la línea; Rubens y Piero della sca, el volumen. Mi padre también, porque el volumen permite exaltar la realidad. “Una manzana inmensa y monumental —dice él con un guiño— es más manzana que la manzana común y corriente de la vida diaria”.
iro que mi padre celebra sus influencias, las que otros ocultan porque creen que esas deudas delatan falta de originalidad. Fernando Botero piensa lo contrario: que esas fuentes ofrecen cimientos para edificar la propia obra, y por eso él dice que nunca ha trazado una línea que no esté autorizada por la historia del arte. Mi padre se ha nutrido de la mejor pintura de Occidente, incluyendo el arte mexicano, el arte moderno, el arte precolombino y el popular, y los maestros del arte español, flamenco, alemán, francés y holandés. Pero su mayor deuda es con el Renacimiento italiano, en particular el arte de Florencia de 1400, y su maestro de cabecera es Piero della sca.
Lo iro por sus exposiciones. Mi padre ha tenido muestras sin precedentes en el arte moderno, tanto por el número de espectadores (solo a sus exposiciones en la China en el 2015 y el 2016 asistieron 1,5 millones de personas) como por su impacto cultural, empezando con su exposición de esculturas monumentales en los Campos Elíseos de París en 1992. Fernando Botero ha expuesto su obra escultórica en más de 20 grandes ciudades, y dice mucho de su calidad que las piezas se puedan exhibir en esos sitios y soportar la confrontación. Se trata de espacios públicos tan cargados de cultura e historia que cualquier pieza menor resultaría aniquilada por la grandeza del contorno. Ante los rascacielos de Nueva York, por ejemplo, lo que la crítica más destacó de la exposición en 1993, fue que sus figuras tenían la fuerza para imponerse en el espacio, y lo hacían con tanta soberanía que parecía que esos bronces llevaran adornando los jardines centrales de Park Avenue toda la vida.
iro su coraje. Porque se necesitó mucho valor para satirizar a la Iglesia católica en Colombia en los años 50 y 60; para sobrevivir después en Nueva York mientras él rechazaba el arte dominante de la época, que era el expresionismo abstracto; para mofarse de la aristocracia criolla y de los dictadores de América Latina en los años 70 y 80; para denunciar a la guerrilla, a los paramilitares y a los narcotraficantes de Colombia en los años 90, y para fustigar al gobierno de EE. UU. y las torturas de Abu Ghraib en el año 2004. Y, durante todo ese tiempo, defender la belleza, el placer y la sensualidad en el arte como metas insobornables.
Y eso es de lo que más le iro: que su arte celebra la vida. Lo cual es loable cuando se recuerdan las durezas que él ha padecido a lo largo del tiempo. En la obra de mi padre no predomina el dolor o la angustia, como en Edvard Munch o Francis Bacon, sino la celebración de aquel milagro fugaz que es la existencia. Y otro aspecto que hoy es casi revolucionario: su obra genera placer estético. Ese fue el objetivo de la mayor parte de los artistas de todos los tiempos, pero en el siglo XX se cambió por el deseo de escandalizar al público y denunciar la realidad por razones políticas. Botero se mantiene fiel a la meta original, y por eso él opina que un cuadro, así busque criticar un aspecto de la sociedad, tiene que ser, ante todo, un gran cuadro. Una obra estética, autónoma y bella.
iro que mi padre sea un artista prolífico, que sea uno de los grandes coloristas de nuestro tiempo, y que domine todas las técnicas del arte clásico, como el óleo, la acuarela, el fresco, la escultura, el dibujo con lápiz, tinta, carboncillo, tiza, pastel y sanguina, y lo hace todo con la pericia de un maestro.
Sin embargo, lo que más iro es su calidad humana.
Fernando Botero es un hombre sencillo, que ama a su país. Mi padre tiene una obsesión con Colombia, y lo demuestra no solo en su obra, pues es su tema cardinal, sino en sus donaciones.
Creo que pocos otros han sido tan generosos como Fernando Botero. Muchos conocen las donaciones que mi padre le brindó a Colombia en el año 2000, tanto al Museo Botero como al Museo de Antioquia. Pero esas obras constituyen menos de la mitad de lo que él ha regalado a lo largo de su vida. Hasta la fecha, Fernando Botero ha donado más de 700 obras de arte a Colombia, EE. UU., Venezuela y México, incluyendo la totalidad de su colección privada de arte. Gracias a eso hoy la gente puede ver, de manera permanente y gratuita, obras de los maestros del impresionismo y del siglo XX. A Colombia llegan grandes muestras de arte, y muchas fueron traídas por mi madre, Gloria Zea, cuando era directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá. Pero esas muestras son pasajeras. Ya no. Ahora si alguien desea ver un Monet, un Picasso o un Chagall, los puede apreciar en el museo Botero. Por eso, siempre digo que esa fue la mejor idea que él ha tenido en toda su vida.
No obstante, iro a Fernando Botero, más que nada, como padre.
En nuestra infancia, como entonces él vivía en la pobreza, los planes que hacíamos eran gratuitos. Lo que los hacía fantásticos era su imaginación. Vivíamos en Nueva York, y como mis padres ya se habían divorciado, veíamos a mi papá solo los viernes por la tarde. Nos llevaba al parque, donde nos decía que allí vivía Tarzán con una tribu de caníbales que preferían la carne de niño por ser más tierna. Y nos llevaba al cementerio, donde teníamos que caminar aterrados hasta la última tumba. Y al andar por Nueva York, donde las aceras destellan por los minerales mezclados en el cemento, él nos decía que esa ciudad era tan rica que había diamantes en el suelo, y al ver el humo que salía de las rejillas del metro, él nos decía que allí debajo existía el infierno. Los regalos que nos daba los hacía él con sus manos: espadas de madera y armaduras de papel de aluminio. Y cuando logró comprar su primer automóvil, era tan pequeño que casi no cabíamos los cuatro, pero ese auto era mágico. Mi padre extraía el encendedor del tablero, como si fuera un micrófono, y decía: “Vamos a casa”. Y el auto llegaba perfecto, avanzando entre el tráfico y frenando en los semáforos. Creo que fue mi hermana la que un día se pilló el truco, y era que mi padre manejaba el volante con las rodillas. Estar con él era inolvidable, y siempre nos ocultó las durezas de la época: la falta de dinero y de reconocimiento. Luego todo eso cambió, claro, pero siempre agradecí y iré su grandeza, escondiendo las angustias que lo acosaban en ese tiempo.
No ignoro que existen malentendidos en torno a mi padre. Algunos confunden su amor por el volumen con la gordura, y otros creen que él se repite, quizás porque olvidan que en la historia del arte casi todos los artistas han tenido un solo estilo. Picasso y Picabia son excepciones. Y otro malentendido es que Botero es un artista comercial. Mi padre es un artista exitoso, y la diferencia es importante. Algo similar sucede en la literatura. García Márquez era exitoso, pero jamás escribió un best seller. Igual pasa con Botero. De ser comercial, mi padre habría pintado lo más lucrativo, y más cuando no tenía dinero, galerías o aceptación. Él tenía el talento para pintar lo que estaba de moda, pero aquello representaba lo contrario de sus ideales como artista. Por ser fiel a sus principios él pagó un precio muy alto, y durante décadas sufrió el rechazo, las críticas y la pobreza. Pero nunca se rindió y jamás ha pintado lo que está de moda, y menos hoy que reina el arte conceptual.
Ahora él ha triunfado, desde luego. Ha logrado el éxito y el reconocimiento, al punto de que en cualquier lugar del mundo, cuando alguien ve una obra de mi padre, la reconoce al instante como un Botero. Quizá a la persona no le gusta, o cree que es un elogio a la gordura, pero la reconoce como un Botero. Mi padre ha trabajado solo toda su vida, sin formar parte de un grupo o una escuela, y la perseverancia en sus ideales es ejemplar. De modo que su importancia consiste en la creación de un estilo original y fácil de reconocer. Y su popularidad consiste en que su obra irradia belleza y sensualidad, y celebra la vida.
Así que si alguien me pregunta qué es lo que más iro de mi padre, tendría que decir todo esto. Pero aun así quedaría mucho por fuera. Porque hay más, sin duda. Mucho, muchísimo más.