El viernes pasado, luego de que un grupo de indígenas ingresó a la fuerza al edificio de Semana, escribí en mi cuenta de Twitter lo siguiente: “El asalto a la sede de la revista Semana es inaceptable, desde cualquier punto de vista. Hago expresa mi solidaridad con todo el personal de esta publicación. No hay pretextos ni justificaciones para este tipo de acciones contra ningún medio; independientemente de su posición editorial o su orientación ideológica”. Después de enterarme de la noticia, sentí que lo menos que debía hacer era rechazar semejante agresión.
Infortunadamente, en una época como la actual –en que la intolerancia digital es desmedida– las respuestas desatinadas o desafortunadas a mi trino no tardaron en aparecer. Incluso, en una alta proporción, hubo también muchas reacciones agresivas, provenientes de personas que llegaron hasta a celebrar los hechos ocurridos en el norte de Bogota, y de alguna manera alentaban a otros a seguir el mal ejemplo de los intrusos.
Ahora bien, el hecho de rechazar un gesto violento contra un medio o contra un periodista no implica necesariamente que uno esté de acuerdo con el uno ni que comparta los puntos de vista del otro. Y en este caso concreto se trata de defender la libertad de expresión, más allá de la ideología o de los polémicos reportes que divulga Semana, revista de la que me retiré hace casi tres años y con la que casi nunca coincido; pues no comparto sus posturas políticas ni me gusta el enfoque ni el manejo que le dan a la información. Aun así, desde que dejé de ser colaborador de esa casa editorial, me he abstenido de hablar en público del semanario, cosa que no ha sido fácil, pues al ver algunas carátulas o historias tendenciosas, he tenido que hacer un gran esfuerzo para morderme la lengua.
No tiene ninguna gracia tener empatía o compartir un espacio sólo con los de nuestra tribu, con aquellos que piensan igual que uno.
Pero esto va mucho más allá de afinidades y discrepancias; pues al fin y al cabo en una sociedad madura es fundamental el respeto a la diferencia. No tiene ninguna gracia tener empatía o compartir un espacio solo con los de nuestra tribu, con aquellos que piensan igual que uno. La gracia es ser solidario con los otros, a pesar de los desacuerdos, tramitando las controversias con altura y tranquilidad, acatando unas normas mínimas de convivencia.
En consecuencia, lo que ocurrió en Semana merece un rechazo unánime, no solo de parte de los periodistas sino de la ciudadanía, pues uno de los pilares de cualquier democracia que se respete es la libertad de prensa, que con acciones de esta índole resulta seriamente afectada.
Dicho lo anterior, habrá quienes se pregunten si no se debería hacer una evaluación del papel que están jugando en la coyuntura actual del país los medios en general y la mencionada revista en particular, y razón no les falta.
Tampoco faltarán los que, justificadamente, quieran analizar hasta qué punto el lenguaje poco ponderado del presidente de la República y su descalificación frontal de los medios habrá incidido en el comportamiento de quienes irrumpieron de manera no tan amigable en las instalaciones de Semana.
En ambos casos, hay que aceptar que son debates indispensables, de evidente interés público, y en los que podrían jugar un papel clave –además de los periodistas, los medios y la academia– entidades como la Fundación Gabo o la Flip, que conocen a fondo el tema y cuya credibilidad está fuera de discusión. Sin embargo, es una conversación que hay que hacer con la debida calma, dadas sus hondas implicaciones éticas, políticas y sociales.
Mientras tanto, y hechas las debidas salvedades, le reitero mi apoyo a Semana, y no pierdo la esperanza de que podamos encontrar pronto un escenario para sentarnos a dialogar sin estridencias, ajenos al eco de unos vidrios rotos.
VLADDO
puntoyaparte@vladdo.com