Catalina

Sabe que la manera más efectiva de educar esta violencia es la ficción de la realidad que narra.

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Suena tan extraño como suena cualquier vocación, pero la verdad es que Catalina siempre quiso ser periodista de guerra. Estoy hablando de la compasiva e inconcebible Catalina Gómez Ángel, que cumple quince años de contar la violencia de la especie en 24, en La Vanguardia, en W Radio, en RCN, en EL TIEMPO, y hablo de ella porque acabo de verla participar en el evento sobre los “testimonios del bombardeo en Kramatorsk” que el movimiento Aguanta Ucrania montó en los márgenes de la cumbre de la Unión Europea con la Celac. Cuenta Catalina que la escritora ucraniana Victoria Amelina, a quien acompañó desde el ataque a la pizzería hasta el funeral, se negaba a ver la guerra desde lejos. Dice Catalina que Victoria quería encarar el horror en el campo de batalla. Y sin querer se retrata a sí misma.
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Catalina, que tiene el don de la alegría, fue periodista deportiva, periodista de sociales, periodista cultural, antes de ser reportera de guerra. Desde que logré ser su amigo, en la vieja Semana, vi que lo suyo era retratar a los demás: descifrar, con fascinación, con coraje y con piedad, el misterio de los otros. Me prestó Persépolis. Me dio a cuidar su biblioteca inagotable sobre Oriente Medio porque un día le pareció obvio –y una tarotista homónima se lo confirmó– que su vida era en Irán. Allá, entre una cultura que ha sabido querer e interpretar, hizo otra carrera brillante. Se casó con el gran fotógrafo Kaveh Kazemi. Vio las guerras de Irak, Gaza, Siria. Y mientras tanto nosotros, en nuestras vidas de puertas para adentro, envejecimos agradecidos de tenerla cerca e intrigados por su vocación a constatar el infierno.
Reporteras nómadas, como la brillante Catalina, siguieron contando tanto la degradación como la esperanza entre las ruinas.
Creo que la entiendo mejor después de escucharla en plena cumbre de países extrañados: en los calvarios de los deportistas, en los cocteles de las celebridades que luchan por recordar sus causas y en los festivales de inseguridades de la cultura, Catalina ha visto un rosario de almas –de talentos y traumas– que lidian con sus cuerpos, pero nada como el espejo de la guerra para preguntarnos qué tanto amamos la vida. En el principio hubo guerra. De los homínidos en adelante la guerra fue nuestro modo de dirimir disputas, de expandir imperios, de devolverles a los ciudadanos un relato común, de someter, de despojar, de aniquilar. Pero hoy sobre todo es el reflejo de esta especie frustrada, brutal, despiadada, capaz de dar la muerte: capaz de ser instrumento del horror.
La guerra es omnipresente, omnisciente, omnipotente. Se le redujo a interrupción de la ley e instrumento político. Se habló de guerras justas, morales, hasta que la guerra de Vietnam hizo evidentes las guerras porque sí: “El tao del engaño”, dijo Sun Tzu. Se nos volvió costumbre luego: el hábito del fracaso de lo humano. Pero reporteras nómadas, como la brillante Catalina, siguieron contando tanto la degradación como la esperanza entre las ruinas. Sé que ella ha hecho en el campo de batalla, cara a cara, su investigación de la bestialidad que llevamos entre las costillas, pero me consta que su escudo ha sido esa biblioteca suya de periodismo y de literatura. Sabe de memoria que el arte, de Sin novedad en el frente a Oppenheimer, es reiterativo, obsesivo, en el retrato de nuestra monstruosidad: “Es lo que tienes adentro”, le dijo a Scorsese un monje budista que vio Pandillas de Nueva York.
Catalina va a seguir mostrándonos el delirio. Catalina tiene claro que la manera más efectiva de educar esta violencia –de sujetarla y encauzarla– es la ficción que empieza en la realidad que ella narra. Tiene claro que resulta bello y terrible que el mejor camino sea el camino largo. Y que entonces le toca contarnos lo que ve, ya, de una vez, porque no hay tiempo que perder.
RICARDO SILVA ROMERO

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